domingo, 5 de mayo de 2013

Tesoro hundido, tesoro maldito


La tempestad llegó de improvisto y cogió por sorpresa a los confiados tripulantes del navío, un viejo galeón español que venía cargado de oro desde las Américas. Nadie esperaba semejante tromba de agua. Ni los más veteranos.

Los vientos huracanados soplaban sin cesar, furiosos y agresivos. Agitaban implacablemente la espumosa superficie marina mientras zarandeaban el barco con un estruendo aterrador. Entretanto, las rugientes olas se levantaban rítmicamente a una altura mucho mayor que la de la embarcación y anegaban completamente la cubierta con el agua fría del océano.

Pese a los esfuerzos de los marineros por gobernar el rumbo de la nave, ésta flotaba a la deriva, sin control alguno, a merced de los elementos. El capitán, completamente empapado, alzaba su sable en todas direcciones y no paraba de dar órdenes a sus hombres con la esperanza de mantener el barco a flote. Desgraciadamente, uno de los mástiles comenzó a quebrarse por la titánica fuerza del viento y acabó desplomándose pesadamente sobre la cubierta. El viejo velamen yacía hecho jirones sobre las cabezas de los asustados tripulantes, que ya temían lo peor. Hubieran tratado de abandonar aquel inhóspito rincón de mundo pero, dadas las circunstancias, el timón permanecía bloqueado por las corrientes marinas y era imposible alejarse de aquella trampa mortal. Sólo cabía esperar.

Al fin el mar se cobró su tributo y, tras un quejumbroso chasquido del casco, la mole de agua engulló completamente al barco y los tablones de madera fueron desapareciendo bajo las olas. Muchos marineros se vieron arrastrados por la corriente marina hasta el fondo del océano mientras el resto de tripulantes, debatiéndose con las fuerzas de la naturaleza, acabó pereciendo por el frío y el cansancio. En su postrero viaje, los cadáveres así como sus pertrechos fueron posándose calmosamente en el fondo marino.

A varios metros de profundidad, el paisaje acuático era muy distinto a la tempestad que se vivía más arriba. Los nutridos bancos de peces multicolores y los llamativos corales permanecían ajenos al caótico movimiento que se vivía en la superficie.

Bajo las olas alguien observaba atentamente el triste destino de los marineros. Un par de tritones contemplaba la escena desde un recóndito escondrijo y tomaba buena nota de dónde caían los restos más interesantes. Los prudentes tritones mostraban una naturaleza claramente híbrida. De cintura para arriba, guardaban un cierto parecido con los humanos aunque sus orejas acababan en punta y su pecho albergaba branquias en lugar de pulmones. De cintura para abajo, los tritones exhibían una robusta y escamosa cola de pez que les permitía zambullirse y bucear con maestría bajo las aguas del océano. Como protección adicional, ambos tritones enarbolaban un tridente perlado cada uno, a modo de defensa, en sus manos palmípedas.

Cuando estuvieron seguros de que todo estaba en calma, los tritones avanzaron hacia los despojos del naufragio. No se inmutaron por la presencia de cadáveres bajo el agua, pues estaban acostumbrados a la dura vida del mar, ni tampoco se sorprendieron por la ingente cantidad de oro que reposaba sobre la arena del fondo marino. Varios arcones con cientos o incluso miles de monedas doradas de ocho escudos yacían ahora en territorio tritón. El ser acuático más robusto, con una cabellera larga y verdosa de una textura muy semejante a las algas, tomó una de las gruesas monedas y examinó ambas caras. En el anverso había un complejo escudo de armas con varios emblemas que el tritón fue incapaz de descifrar. Unas letras que sí pudo identificar decían CAROLUS II D. G. aunque no comprendía el significado de las mismas. Giró la moneda y en su reverso pudo distinguir una cruz rodeada por unas letras borrosas así como los números 1692. Sin darle mayor importancia, el tritón arrojó la moneda al suelo, junto a las otras, y fue en busca de algo más interesante. En esa zona, con un clima adverso y caprichoso, los hundimientos de barcos eran relativamente frecuentes y la presencia de monedas de oro y plata ya no sorprendía ni interesaba a los habitantes del fondo marino. Allí el dinero no significaba nada, ni tenía valor alguno.

Los tritones fueron investigando los diversos objetos que el galeón hundido ofrecía hasta que repararon en la ostentosa presencia de un voluminoso arcón de madera. El baúl estaba cerrado con un candado de hierro pero el tritón más robusto golpeó diversas veces la cerradura con su tridente y el metal cedió a la tercera embestida. Su compañero, más estilizado y sin pelo alguno sobre su calva cabeza, abrió ansiosamente el arcón y, en su interior, tras una cortina de burbujas, hallaron una misteriosa cajita rectangular de madera, ancha y poco profunda, cuya superficie tallada exhibía una extraña y omnipresente cuadrícula que alternaba espacios claros y oscuros en una suerte de mosaico blanco y negro. Al abrirla, encontraron un variado grupo de figurillas en oro y plata que no supieron identificar aunque unas pocas, cuatro a lo sumo, les recordaron a un caballito de mar, aunque sin la cola en espiral. Satisfechos con el hallazgo, los tritones guardaron la cajita con sus figuritas y se la llevaron a Atlantis, la milenaria capital del reino tritón.

Poco más se sabe de lo que ocurrió en aquella ciudad submarina. Se rumorea que, amparándose en la magia, los tritones terminaron por averiguar el funcionamiento de aquellas misteriosas figurillas e incluso aprendieron el inquietante uso de su caja cuadriculada. Desoyendo el consejo de los más ancianos, los tritones más jóvenes utilizaron frívolamente las figurillas para su diversión y aquel inocente descubrimiento pronto desembocó en una peligrosa y absorbente moda. Los tritones se aficionaron al nuevo juego de mesa y rápidamente perdieron todo interés en los asuntos del mar. En un breve espacio de tiempo los océanos quedaron desatendidos y el reino se empobreció terriblemente. El pueblo pasaba hambre y, poco a poco, los tritones se volvieron cada vez más esquivos y huraños. En lugar de ser amigos y colaborar, competían entre sí y comenzaron a verse los unos a los otros como simples adversarios o incluso enemigos. Los que invertían más horas en aquel oscuro pasatiempo desarrollaron incluso un comportamiento apático y renuente que rozaba la misantropía. No participaban de las actividades de la comunidad y llevaban una vida sospechosamente solitaria. Cuando aparecieron los primeros altercados violentos, las autoridades de Atlantis se vieron obligadas a prohibir el juego y decretaron que la caja y sus figuras fueran devueltas a los malignos humanos que las habían creado.  

Los mismos dos tritones que trajeron la desgracia a su pueblo fueron los encargados de devolver el peligroso juego a sus abyectos hacedores, los humanos. Una fría noche de luna llena, cuando las estrellas iluminaban el negro firmamento, los tritones abandonaron la cajita en una playa cercana a Nápoles y regresaron a su país sumergido.

Desgraciadamente, algún tritón demasiado aferrado al juego incumplió la prohibición y tuvo la funesta idea de elaborar varias copias de la caja y de las piezas que contenía. En poco tiempo y pese a los esfuerzos de las autoridades, el reino de Atlantis volvió a sumirse en una nueva y definitiva espiral de confusión. Los tableros de ajedrez se multiplicaron hasta lo indecible y desde entonces nadie más ha divisado tritones en la superficie del mar.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de mayo de 2013.
Ilustración: Una sirena (1901) de John William Waterhouse.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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