sábado, 30 de marzo de 2013

Viaje a Grecia



El psiquiatra lo había dejado bien claro: Jaime sufría ajedrecitis y tenía que abandonar el ajedrez. Al menos, por una temporada. Su esposa, llamada Laura, era consciente de que semejante situación requería un cambio drástico en sus vidas así que planeó un largo viaje por Grecia para aplacar el desmesurado y enfermizo afán ajedrecístico de su marido. La mujer estaba harta de tanto torneo y todavía recordaba cómo, en su noche de bodas, Jaime se empeñó en analizar un problema de ajedrez durante más de hora y media. 

El avión llegó al aeropuerto de Atenas tras una fugaz escala en Milán. Laura comprobó rápidamente que sus clases de griego clásico en el instituto resultaban del todo insuficientes para comprender una lengua que había ido evolucionando durante más de dos mil quinientos años. Apenas podía leer los letreros en voz alta y entender alguna que otra palabra suelta. Resultaba más práctico expresarse en un inglés básico y encomendarse a la buena fe de los lugareños.

Tomaron un taxi en la terminal del aeropuerto y, tras un paseo excesivamente largo, llegaron a la pensión que habían reservado con antelación. Cuando el coche se alejó, pudieron comprobar que la calle era más sórdida de lo que aconsejaba el sentido común. La basura se acumulaba por todas partes y un mendigo con la cara llena de ronchas hablaba solo mientras apuraba con hambre una hedionda lata de sardinas. Laura cogió de la mano a Jaime y ambos entraron en la pensión.

El recepcionista les llevó a su habitación. No era lujosa pero sí confortable. Además disponía de neverita –vacía- y televisor. Jaime encendió el aparato con la esperanza de encontrar algún programa de ajedrez al estilo de Leontxo García pero solamente halló las típicas películas bíblicas y algunas noticias confusas en las que, de vez en cuando, aparecían monjes y sacerdotes ortodoxos con sus barbas largas y pobladas. Fue entonces cuando Laura advirtió que estaban en plena Semana Santa.

Tras dos o tres días de largas caminatas y retorcidos trayectos en metro y autobús, la pareja ya había visitado la concurrida Acrópolis –Partenón incluido- y un montón de ruinas y museos. Curiosamente, el lugar que más agradó a Jaime fue sin duda uno de los lugares menos visitados de Atenas: el Museo Numismático, situado cerca de la plaza Sintagma, en la antigua casa del arqueólogo y expoliador Heimrich Schliemann. La causa de aquella predilección era que, en algunas de sus vitrinas, Jaime pudo deleitarse con la elegante presencia de un caballo en varias de las monedas. La efigie del equino burilado en plata, regio y solemne, Bucéfalo cuanto menos, se asemejaba tanto a una pieza de ajedrez que su febril imaginación no tardó en visualizar casillas y piezas en frugal armonía. Afortunadamente, Laura advirtió de inmediato que su esposo pegaba la cara al cristal con demasiado ahínco y, tomándole del brazo, abandonaron el museo a toda prisa sin reparar en las bonitas esvásticas que podían apreciarse en la verja del museo.

Alejado de las dracmas antiguas, Jaime recobró con celeridad un estado mental adecuado y pudieron proseguir las visitas por la capital griega. El hombre insistió entonces en pasear por la Placa, el barrio turístico por excelencia, y, de paso, adquirir algún souvenir en alguna de las numerosas tiendas que allí se aglutinan. No le pareció una mala idea a Laura y accedió gustosa a la propuesta pero, cuando paseaban en mitad del bullicio y comenzaron a vislumbrar los primeros tableros de ajedrez tallados a mano, la mujer tuvo que ponerse seria y, dando media vuelta, regresaron al hotel.

Participaron luego en algunas visitas guiadas al Canal de Corinto, la Micenas de Agamenón o el teatro de Epidauro, famoso por su enorme graderío semicircular con capacidad para catorce mil espectadores y una acústica todavía perfecta. También visitaron Delfos y su escarpado santuario en honor al imberbe Apolo. Todo muy bonito y, sobretodo, histórico. Sorprendía pensar que un país de científicos, filósofos y literatos, la cuna de la democracia, se hubiera convertido con el paso de los siglos en un país futbolizado y decadente que exprimía sin escrúpulos su pasado glorioso. Daba la sensación de que allí todo el mundo vivía del turismo. Desde los camareros hasta los conductores de autobús. Seguro que los niños griegos ya crecían queriendo ser vigilantes de museo. Ganarse la vida sentados en una silla, riñendo de vez en cuando a algún turista por hacerse fotos demasiado irreverentes junto a un dios esculpido en piedra. Años atrás, Italia les había provocado sensaciones similares aunque todavía era posible distinguir a un italiano de un griego. El primero era más sofisticado y solía vestir de marca e ir siempre acompañado de sus gafas de sol, aunque fuera en la oscuridad del metro. En cambio, el griego era más sencillo, igualmente gritón pero noble, de espíritu bucólico y pastoril.  

Laura hubiera preferido visitar todos esos lugares en un coche alquilado, para ir a su ritmo, pero ni ella ni su marido tenían permiso de conducir. Su capacidad de movimiento era por tanto limitada y ambos tendrían que conformarse con ir en un autobús para turistas.

Una señora decrépita y larguirucha, la guía, explicaba todo el recorrido en tres idiomas diferentes con la misma frialdad con la que una azafata de vuelo muestra la salida de emergencia en un avión. Quién sabe si ambas eran la misma persona, como Superman y Clark Kent.

Lo peor de las visitas guiadas era, sin duda, la velocidad. El autobús marchaba a toda prisa y solamente paraba en áreas de servicio y restaurantes cuya misión era desplumar a los visitantes con cafés, baratijas y postales. Una vez llegados al recinto turístico, la guía solía comentar una pequeña selección de los contenidos o, a veces, ni eso para que la visita concluyera pronto y el autobús volviera raudo a la carretera.   

Para no repetir la experiencia, decidieron ir por su cuenta a Olimpia. Laura planeó con esmero un largo recorrido en tren que bordeaba el Peloponeso y culminaba en Pyrgos, una ciudad segundona desde la que podrían tomar un taxi hasta Olimpia.

El viaje en tren fue de lo más pintoresco. Al principio todo marchó bien y tanto Jaime como Laura pudieron gozar del aire acondicionado y unas excelentes vistas de la costa griega pero, a medida que se internaban en la Grecia no turística, comenzaron a comprobar el grado de atraso que sufría el país en algunas de sus regiones. La gente vestía muy humildemente y las casas eran sencillas. Los trenes eran extremadamente viejos, tanto, que parecían sacados de un documental en blanco y negro. Culminó la travesía un niño, probablemente albanés, que tocaba su acordeón en busca de una fría limosna.

Llegados a Pyrgos, el matrimonio decidió tomar un buen almuerzo y encaminarse luego a Olimpia. Tras deambular un rato por las calles de esa insulsa ciudad, Laura creyó detectar un bar y se adentró en el garito mientras Jaime, su sudoroso esposo, aguardaba en la entrada con las maletas. La mujer logró hacerse entender y en poco tiempo regresó con un par de pitas rellenas de toda clase ingredientes, comenzando por la carne de cerdo y acabando por una suculentas patatas fritas.

Sorprendida, la mujer no halló a su marido aunque sí estaban las maletas. Abandonadas en la acera. Laura se extrañó y miró alarmada en todas direcciones. No había rastro de su marido. Temiendo lo peor, se asustó y comenzó a gritar el nombre de su esposo sin que éste regresara: -¡Jaime! ¡Jaime! Una de las pitas cayó al suelo y se espachurró contra el cemento. Los lugareños comenzaron a observarla con creciente curiosidad sin acabar de entender qué le ocurría a aquella extranjera.

Fue entonces cuando Laura vio aquel cartel en uno de los cristales del bar. Estaba en griego y la mujer no acababa de entender con exactitud lo que ponía en él pero la imagen retocada de unas piezas de ajedrez dejaba bien claro que allí se anunciaba un torneo: el I Campeonato Internacional de Pyrgos. Laura sabía lo que aquella ausencia significaba. Nunca más volvió a verle.  

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 30 de marzo de 2013.
Ilustración: Fotografía del Partenón, en la Acrópolis ateniense.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

2 comentarios:

  1. Es un delito dejar caer las gyros pitas al suelo, con lo buenas que están. Me ha gustado mucho el relato, es una variación de aquello de "Salió a por tabaco y no volvió".

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