martes, 25 de diciembre de 2012

Por qué abandoné el ajedrez



Me llamo María y tengo veinte años. Descubrí el ajedrez en la escuela primaria, cuando apenas tenía nueve. El centro ofrecía clases extraescolares a todos sus alumnos y mis padres decidieron apuntarme al taller de ajedrez que un monitor venía impartiendo con éxito en la escuela desde hacía varios cursos. Se les dijo que el ajedrez estimularía mi mente y potenciaría mi capacidad para el cálculo mental, la toma de decisiones y el grado de concentración.

La verdad es que se me daba bastante bien. Aprendí con rapidez el movimiento de las piezas y, aunque era novata, destacaba entre los chicos de mi edad. Ya se sabe que las chicas solemos ser más estudiosas. Empecé a leer algunos libros de ajedrez y en pocos meses llegué a ser la primera de mi clase. El monitor sugirió a mis padres que podía ser una buena idea federarme en su club y disputar los campeonatos escolares que cada año se celebraban en la ciudad.

Fue entonces, al competir fuera de la escuela, cuando reparé en que la mayoría de jugadores eran chicos. Nosotras éramos una minoría y raramente ocupábamos los puestos de cabeza en los torneos. Cuando asistí a campeonatos abiertos para todas las edades, constaté que la tendencia se mantenía entre los adultos. Por cada cien jugadores había sólo una participante femenina que solía alcanzar resultados medios o incluso bajos.

Este hecho me pareció un sinsentido. Si el ajedrez era un deporte mental y las chicas éramos mejores estudiantes, deberíamos copar los mejores resultados o, como mínimo, ser tan competitivas como cualquier hombre.

También me sorprendió –y negativamente- que los torneos, empezando por los campeonatos escolares, tenían reservados unos premios a las mejores féminas como si compitiéramos en una liga independiente. Como si fuéramos diferentes, como si nuestro cerebro fuera distinto. Podía entender que hubiera diferencias en atletismo o judo, donde la superioridad física del hombre está fuera de toda duda, pero me sublevaba aquel tratamiento diferencial. Me enteré incluso de que existían unas titulaciones reservadas exclusivamente al género femenino: Maestra FIDE Femenina, Maestra Internacional Femenina y Gran Maestra Internacional Femenina. Por supuesto, existía una versión absoluta –o mejor dicho, masculina- de dichos títulos que algunas –pocas, muy pocas- mujeres habían alcanzado también.

Se me dijo que todo ello respondía a un intento de los organizadores por popularizar y extender el ajedrez entre nosotras. Se me habló de una tradición eminentemente masculina que durante siglos había apartado del tablero a las mujeres y de que ahora se trataba de invertir y corregir esa tendencia. Se me argumentó en favor de la discriminación positiva y llegué a creerla.

Comencé a participar en torneos escolares y, en poco tiempo, logré todos los premios femeninos. Competíamos mezcladas con los chicos pero siempre había reservada una tripleta de copas para las mejores féminas. Éramos francamente pocas y a veces me daba la sensación de que en realidad competía sola. Llené mi habitación de trofeos pero ninguno absoluto, masculino. A la mínima que me encaramaba a los puestos de cabeza, algún chico me derrotaba y volvía a estar entre el pelotón. De este modo, quedaba vigésima de la clasificación mixta pero campeona femenina de mi edad. Así transcurrieron mis años de benjamín, alevín, infantil y cadete. Resumiendo, crecí entre algodones.

Cuando llegué a la pubertad y di un estirón, algo cambió. Los mejores jugadores de mi edad, que antes me ignoraban, empezaron a codearse conmigo y trataban de ser mis amigos. Me tiraban los tejos. Y no les voy a engañar, me gustaba. Pero pronto comprendí que era el principio del fin.

Como todas las chicas, soy presumida y me gusta arreglarme. Me ponía mis mejores galas, acudía a los torneos y pagaba mi inscripción reducida. Como si se tratara de una discoteca, las mujeres siempre pagábamos menos. ¡Vaya usted a saber por qué! Entonces me sentaba a jugar y daba igual contra quién fuera o en qué tablero jugara. Siempre tenía un corrillo de mirones a mi alrededor que escrutaba cada detalle de mi partida o, mejor dicho, de mi persona. Lo deportivo carecía de importancia. Nadie prestaba atención a mi ataque de minorías o a mi sutil cambio de piezas. Todos clavaban sus ojos en mi escote o se colocaban estratégicamente para ver mis braguitas bajo la minifalda. Ejercía de gogó ajedrecística. Sé que algunas de mis compañeras se vestían así a propósito para despistar a los rivales pero yo lo hacía simplemente por estar guapa y me ponía muy nerviosa que los viejos verdes babearan a mi costa. Incluso los Grandes Maestros se aproximaban a mi partida y pavoneaban todo lo posible. Se inmiscuían en los análisis post mortem y trataban de seducirme con sus acertados comentarios. Se diría que confundían el tamaño de su Elo con el del pene. Los muy cretinos pensaban que caería rendida a sus pies.

En Internet pasaba lo mismo. Cuando entraba en la web de ajedrez para echar unas partidas rápidas, en poco tiempo se formaba a mi alrededor un grupito de aduladores y empezaban a preguntarme en el chat qué edad tenía, si era rubia o morena o, puestos a pedir, si tenía novio. Los había incluso que, directamente, me insultaban y tecleaban auténticas burradas. Comprendí demasiado tarde que fue un error adoptar un seudónimo femenino y colgar una de mis mejores fotos en la red. La gente no quería jugar conmigo sino ligar. Y lo peor de todo es que muchos de los que me agobiaban eran hombres casados y con hijos que se hacían pasar por chicos de mi edad.

Así fue como decidí abandonar este mundillo y pasarme a la danza. Allí nadie me agobia y los pocos hombres que comparten afición conmigo suelen tener otro tipo de inclinaciones.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 25 de diciembre de 2012.
Ilustración: Dos bailarinas en el escenario de Edgar Degas (1874).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

2 comentarios:

  1. Gran relato, Joan. Por un momento, me vi transportado a las Cocheras de Sants, donde pasa exactamente eso que le pasa a la ajedrecista narradora protagonista.

    Saludos,

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Gracias! Es una hipótesis de por qué lo dejan tantas chicas. El factor sociológico me parece incuestionable...

      Eliminar