La puerta del café
se abrió con brusquedad y apareció, como cada martes, aquel niño. Todos
conocían su extraña conducta. Las frases que solía proferir, sus gestos
recurrentes. Su omnipresente madre siempre lo acompañaba, discreta y vigilante
como un ángel de la guarda.
El muchacho, de
apenas diez años, se acercó a una de las mesas donde un par de obreros de la
fundición de Kiev jugaban al ajedrez tras un duro día de trabajo. Eran los tiempos
del camarada Stalin. Varios hombres se arremolinaban en torno al tablero para
seguir con especial interés el desarrollo de la partida. Una docena quizás. El
niño aprovechó su baja estatura y fue introduciendo su diminuto cuerpo en la
muralla humana hasta que al fin estuvo en primera fila y pudo contemplar las
piezas.
La partida había
alcanzado su punto culminante y, con varias y sutiles amenazas mutuas, podía
decantarse en cualquier dirección. Los mirones no paraban de cuchichear jugadas
tratando de adelantarse al curso de los acontecimientos y participar, de ese
modo, de la gloria del vencedor.
Sin tener en cuenta
la presencia de los jugadores y el resto de la gente, el muchacho agarró un
alfil negro y realizó una jugada.
-
Niño, no toques las piezas. Que
estamos jugando nosotros–advirtió uno de los jugadores al punto que rectificaba
el movimiento.
-
¡Pero si soy el rey las negras!
–exclamó el chaval mientras repetía nuevamente la jugada de alfil.
-
¡Señora, llévese al chico! Está
molestando –avisaron varios de los espectadores.
Uno de los
presentes se cargó de paciencia y, sacrificándose por el bien de todos, tomó al
niño del brazo y lo sacó de la mesa. Le miró a los ojos para captar su atención
y le propuso jugar una partida con él. El chico vaciló por unos instantes y,
sin responder palabra alguna, se sentó en la mesa vecina, que también disponía
de un tablero de ajedrez. El hombre lo interpretó como un sí y se sentó frente
al muchacho.
-
A ver, Misha, ¿qué color
prefieres? –preguntó el individuo con un tono mecánico y rutinario.
-
Negras. Yo soy el rey de las
negras.
El hombre había
escuchado docenas de veces la misma cantinela. El niño jamás llevaba las piezas
blancas e, indefectiblemente, se reservaba el bando negro. De hecho, nadie en
aquel garito recordaba una sola jugada del chico con blancas. Ni una sola
jugada en dos años. Era una fijación absurda e irracional que, sin duda,
delataba un funcionamiento anómalo y patológico en la mente del muchacho.
La partida entre el
adulto y el chico fue rápida y mortal. El hombre jugó lo mejor que supo pero el
chaval volvió a derrotarle con extrema facilidad. Siempre ocurría lo mismo.
Imbatible con negras e inexistente con blancas. No recordaba cuántas partidas
habían disputado ambos pero siempre terminaban con victoria del niño llevando
las piezas negras.
La madre dio las
gracias a ese señor tan amable y, tras abrigar a su hijo, se lo llevó de nuevo
a su casa.
-
¡Soy el rey de las negras!- volvió
a exclamar el pequeño Misha mientras desaparecía por la puerta hasta el
siguiente martes.
El hombre regresó de inmediato al corrillo de
mirones y comprobó con satisfacción que la anterior partida entre los
trabajadores de la fundición seguía en marcha. El jugador de negras, cómo no,
se impondría gracias a la jugada de alfil que había sugerido el niño.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de abril de 2013.
Ilustración: El niño del chaleco rojo (detalle) de Paul Cézanne (1888).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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