jueves, 7 de febrero de 2013

Las blancas están en zugzwang



El jugador de blancas trató de tranquilizarse y volvió a examinar la posición que se daba en el tablero. Todas las piezas seguían sobre la cuadrícula sin que ningún movimiento se hubiera efectuado pero él ya se veía perdido. Buscaba una vía de escape por aquel callejón sin salida pero no daba con ella. Su destino parecía fijado de antemano.

Tenía muy asumido el dogma philidoriano según el cual los peones son el alma del ajedrez. Pueden parecer pequeños e insignificantes, incluso fáciles de sacrificar, pero determinan inexorablemente el desarrollo de la partida con la estructura que presentan. Constituyen una especie de frontera inestable en la que cada ejército intenta apoderarse de todo el tablero y cuyo tamaño aumenta o decrece según la salud de cada bando. Si los hados son favorables, el territorio conquistado resulta ancho y fértil en jugadas. Si la suerte es adversa, el terreno se torna angosto, rocoso y estéril.

Perder un peón o situarlo en una mala casilla puede acarrear una severa derrota. Lo realmente dramático es que el ajedrez no permite retroceder con los peones. Valientes hasta el delirio sólo saben avanzar, primero con más ímpetu y luego ya pausadamente, casilla a casilla. La mayoría del tiempo permanecen quietos mientras asisten como espectadores de lujo a las evoluciones y vaivenes de las otras piezas. A veces logran avanzar un poco más o incluso capturar a piezas enemigas pero la verdad es que, a medida que transcurre el juego, el número de peones va siendo mermado. Solamente en algunas ocasiones el peón completa su ciclo y alcanza su objetivo existencial, la octava hilera. Es entonces cuando desata su poder oculto y se transmuta en cualquier otra pieza que no sea el rey –pues como decía el filósofo inglés Thomas Hobbes, el poder se ejerce con mayor eficacia cuando no se comparte-. Convertido en dama, torre, alfil o caballo, el antaño peón suele desequilibrar el reparto de fuerzas y decide el final.

El resto de piezas, teóricamente más valiosas, se limitan a esquivar desde un principio la ubicación de los peones. Bailan y reposan a su alrededor. Incluso el orgulloso rey se oculta tras una falange de peones –el llamado enroque- mientras su dama y el resto de tropas avanzan y retroceden según los intereses del reino.

Meditando todo esto, el ajedrecista volvió a contemplar su posición, la inicial, y reparó en que, si avanzaba cualquiera de sus blancos peones, se exponía a toda clase de peligros. Avanzar un peón suponía, por un lado, aproximarlo a las huestes enemigas y, por el otro, debilitar casillas propias. Dejar agujeros tras de sí. Para colmo, ciertas aperturas de peón le parecían especialmente temerarias. Avanzar dos casillas cualquier peón de caballo, alfil o rey implicaba abandonarlo en el centro del tablero sin ningún tipo de protección. Menos osado era avanzar dos casillas cualquiera de los peones de torre o el de dama, por estar defendidos por una pieza, pero aún así acercaban en exceso su peón a las hordas rivales. Parecía más prudente avanzar los peones una sola casilla pero, incluso en este caso, se les acercaba al rival y debilitaba casillas. Llegó a la conclusión de que no podía avanzar ningún peón hasta que su rival lo hubiera hecho antes. De hecho, el bando negro gozaba de ventaja pues las blancas estaban obligadas a avanzar algo y debilitarse. Esto se conocía con un tecnicismo alemán, el llamado zugzwang que literalmente quiere decir “jugada perdedora”.

Quien inventó este juego se aseguró de que no quedaran casillas libres tras las piezas. El rey y su corte tenían ante sí su fiel infantería pero si miraban atrás con la intención de huir solamente veían el abismo, el fin del mundo. Estaban en zugzwang. Se les obligaba a avanzar y debilitar su formación. El negro solamente tenía que aguardar ese debilitamiento y atacarlo convenientemente.

No podía tocar los peones pero aún le quedaba un último recurso. La caballería podía galopar deprisa y saltar los obstáculos más altos sin estropear la falange blanca de peones. La solución pasaba por un movimiento de caballo y, teniendo en cuenta que el rey es el objetivo primordial del juego, juzgó conveniente avanzar –ya que le obligaban- su caballo a tres alfil dama. Era un mal necesario pero un mal menor. Con esta jugada acercaba su segundo caballo a su propio rey y aumentaba la protección del monarca blanco.

Realizó su jugada con timidez. Sabía que era lo menos malo pero, aún así, debilitaba su ejército y le concedía ventaja posicional a su adversario, que ya tenía ante sí algún hueco por donde atacar. Comenzó a reflexionar sobre cómo refutarían las negras su movimiento cuando vio con horror que su rival copiaba la jugada en sus propias filas y situaba el caballo negro en tres alfil dama.

Durante unos segundos, quedó noqueado. Nunca pensó que la refutación a su jugada de caballo podía ser tan sencilla como plagiar la estrategia. La falange negra seguía intacta y la responsabilidad del turno volvía a recaer en el blanco. No podía mover peón alguno pues el agujero sería irreparable así que volvió a posar su mirada en los caballos. De entre todas las jugadas posibles de caballo, pensó que lo mejor era retornar la pieza a su casilla inicial, en uno caballo dama, reparando el daño hecho en la jugada inicial. Tragó saliva y reculó su caballo, recuperando la disposición inicial de las piezas. Experimentó un cierto alivio pues ahora era su rival quien estaba expuesto y debilitado. No obstante, las negras imitaron su plan y retrocedieron también con su caballo a la casilla de salida.

¡Increíble! Las blancas volvían a estar contra las cuerdas una segunda vez. Repasó sus anteriores deducciones y, no viendo nada mejor, repitió su jugada de caballo a tres alfil dama. Miró fijamente a su rival y éste, sin un ápice de pudor, repitió estrategia y desarrolló su caballo del mismo modo. Estaba claro que en la guerra valía todo.

Las blancas fueron consecuentes con su estrategia y retrocedieron nuevamente su caballo. Las negras meditaron largamente, conscientes de lo que se avecinaba. Cualquier otra jugada suponía una mácula, un error que las situaría en desventaja decisiva de manera que finalmente las negras se vieron obligadas a devolver su caballo a la cuadra negra con el resultado de tablas por triple repetición. Tres veces se había dado una misma posición, la inicial, y el frío reglamento dictaminaba que la lucha terminaba en empate, sin ganadores ni vencidos.

Ambos contendientes se dieron la mano en un efusivo gesto de satisfacción. Hubieran preferido la victoria pero el juego preciso de su rival no daba otra alternativa que unas tablas honorables. En vista de lo acaecido, el reparto de puntos era lo más justo.

Analizaron las diferentes continuaciones que podía haber tomado la partida si cualquiera de los bandos efectuaba un movimiento impreciso pero estaba claro que debilitarse era filosóficamente incorrecto y conducía a la derrota. Se felicitaron mutuamente por el juego desplegado, tomaron juntos un café y se marcharon a sus respectivas casas.   

Publicado en www.cesantmarti.com el 23 de agosto de 2006.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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