viernes, 16 de noviembre de 2012

El octavo sello



Orlando desenvainó su espada y se levantó del suelo a toda prisa. Su montura agonizaba a un lado del camino con una flecha clavada en el cuello. El proyectil que lo había derribado, había atravesado con acierto el crinete de malla y había perforado alguna arteria importante. El equino, con la mirada perdida en el infinito y la lengua colgando, se desangraba por momentos. Sus jadeos eran pesados y premonitorios. El noble registró su equipaje con rapidez, buscando la protección de su abollado escudo, pero comprobó con pesar que éste permanecía atascado bajo el costado del caballo. Era imposible hacerse con él.

Una nueva flecha surgió de la espesura del bosque pero milagrosamente erró el blanco y se clavó en el tronco de un árbol cercano. Orlando rodó sobre sí mismo y abandonó el claro del camino, corrió en busca del agresor, se abrió paso entre la espesa vegetación y divisó a un villano que trataba de cargar su arco con otra saeta. Adelantándose a sus propósitos, propinó una estocada al arquero antes de que éste lograra tensar el arco. La hoja de su espada destrozó la madera del arco y atravesó ropajes, carne y huesos. Su enemigo cayó al suelo sin vida.

Sin apenas tiempo para reaccionar, dos nuevos agresores se abalanzaron sobre Orlando. El primero, un gigantón hosco y malhumorado, enarbolaba amenazadoramente una horca de afilados y largos dientes. Su compinche, un pelirrojo de mirada aviesa, era más menudo pero el hacha que sostenía entre las manos parecía estar a punto para la refriega. Orlando no demoró su respuesta y, embistiendo a los enemigos, trazó una rápida parábola con la hoja de su espada que partió en dos el mango de la horca antes de que el hombretón corpulento pudiera utilizarla en su contra. El pelirrojo aprovechó la ocasión que se le brindaba y asestó un hachazo al caballero pero éste logró esquivar el golpe de un salto y, sin dar una segunda oportunidad, clavó su espada en las entrañas del rival. El pelirrojo se dobló en un gesto de dolor y pereció al instante. El grandullón no se amedrentó y, arrojando al suelo lo que quedaba de su horca, desenvainó una daga con el firme propósito de proseguir la lucha. Ambos contendientes se miraron a los ojos, avanzaron con determinación y lanzaron una estocada el uno contra el otro, pero la espada del noble, mucho más larga que un simple cuchillo, decapitó al gigante antes de que la hoja corta de la daga alcanzara su objetivo. La cabeza rodó por el suelo varios metros, siguiendo la pendiente de la ladera, mientras el resto de su voluminoso cuerpo se desplomaba completamente inerte.

Orlando se mantuvo alerta, en espera de nuevos atacantes, aunque pronto se convenció de que todo había terminado y pudo envainar su espada. Fue entonces cuando se percató de que estaba herido en el brazo izquierdo y sangraba abundantemente. Por lo visto, el hachazo del pelirrojo había sido más certero de lo que en un primer momento supuso. Un corte feo y profundo en el antebrazo parecía presagiar lo peor. Medio mareado, Orlando se procuró un retal alargado y, apretando con los dientes, trató de frenar la hemorragia mediante un torniquete. Afortunadamente, sus años al servicio de Pedro el Ceremonioso en la toma de Mallorca, Rosellón y Cerdaña le habían enseñado numerosas artes, entre ellas, algunos rudimentos de medicina de campaña.

El noble regresó con dificultad al camino y, tras cerciorarse de que efectivamente su montura había muerto, aguardó la llegada de algún viajero que pudiera socorrerle. Orlando ignoraba la razón de aquella inesperada emboscada en mitad del bosque pero intuía que los tres atacantes debían de ser vulgares salteadores de caminos. En esos tiempos de guerra y sequía, el pueblo pasaba hambre y a menudo se veía arrastrado a cometer actos execrables como el pillaje y el asesinato. Las guerras con los países vecinos eran frecuentes y, para colmo, una extraña enfermedad llevaba ya dos años asolando el territorio. Recibía varios nombres pero los más comunes eran Muerte Negra o Peste Negra. Unos decían que los judíos habían sido los causantes, otros que una perniciosa conjunción astral estaba diezmando a la humanidad. De hecho nadie sabía a ciencia cierta cómo había surgido toda aquella mortandad aunque corría el rumor de que había aparecido en el puerto de Génova y se había ido extendiendo por la costa mediterránea hasta llegar a tierras catalanas.

El caballero se sentó junto a un árbol robusto y nudoso. Sentía sus miembros fatigados y la vista se le nublaba por momentos. Preocupado por su salud, buscó en su magullado cuerpo algún signo de la enfermedad. Palpó con manos febriles en sus axilas e ingle con el temor de hallar algún bulto sospechoso. Se decía que los primeros síntomas aparecían en esas zonas y rápidamente aumentaban de tamaño y se extendían por todo el cuerpo. Fiebre, vómitos y pústulas ulcerosas conducían en la mayoría de casos a una muerte segura. Pero afortunadamente no detectó señal alguna de la enfermedad. Si tenía que morir, no sería por enfermedad, sino por el tajo en su brazo.

Para matar el tiempo, Orlando sacó de su alforja una bolsa de piel. El caballero la desanudó con una mano y, volcándola con sumo cuidado, esparció en el suelo un juego de piezas de ajedrez finamente labradas en madera. Su desgaste era evidente y mostraba la enorme afición del noble por el juego de reyes. Con una ramita, trazó sobre la arena una cuadrícula a modo de tablero improvisado. El truco lo había aprendido años atrás de un comerciante musulmán y le ahorraba tener que cargar con un tablero durante sus largos viajes a caballo. Orlando dispuso las piezas en formación de salida y comenzó a jugar contra sí mismo. En algún momento del medio juego, el caballero cerró los ojos y quedó dormido.

Transcurridas unas horas, la luna llena sucedió a los rayos del sol y una siniestra figura se acercó al caballero con paso lento y sigiloso. Orlando sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo y despertó de inmediato. El visitante vestía unos ropajes oscuros y andrajosos que ocultaban su rostro tras una caperuza negra pero bajo la gruesa tela se adivinaba un ente delgado y huesudo. Sus manos eran de un pálido mortecino que asustaba y sostenían con firmeza una guadaña de las que siegan el trigo en los campos. Su hoja relucía bajo la luna y presentaba frecuentes mellas, como si le hubieran dado abundante uso.

Orlando se encomendó a Dios y recordó un terrible pasaje del evangelio de San Juan en el que se profetizaba la llegada de un cuarto jinete que traería consigo la peste y la muerte. ¿Habría llegado el fin del mundo? El caballero no lo tenía claro pero era evidente que últimamente se estaban sucediendo grandes calamidades y que más de uno lo pensaba. Quizás eran señales divinas que auguraban el advenimiento de una nueva era de oscuridad en la Tierra.

El noble tragó saliva y, sin ofrecer resistencia, trató de afrontar la situación con la mayor dignidad posible. Sospechaba que sus días de gloria habían llegado a su fin y que la hojarasca del bosque sería para él una improvisada sepultura.

-    ¿Quién eres? – musitó el caballero.
-    Todos lo saben y tú más que nadie – respondió el encapuchado con gélida voz de ultratumba.
-    ¿A qué has venido?
-    He venido para llevarte conmigo.
-    ¿Por qué?
-    Porque así debe ser.
-    ¿A dónde?
-    A otro lugar.
-    ¿Iré al cielo o al infierno?
-    A su debido tiempo lo sabrás. Ahora despídete de este mundo y no solloces como tantos otros– el encapuchado levantó con energía su guadaña, dispuesto a terminar la conversación, pero el caballero mostró las piezas de ajedrez a su tétrico interlocutor y le propuso una última voluntad.
-    ¿Puedes concederme un pequeño favor? He oído que juegas muy bien al ajedrez y, como yo siempre me he tenido por un buen jugador, me pregunto si podríamos disputar una última partida juntos.
-    Pues oíste mal. Tengo mucho trabajo y no estoy para juegos. La respuesta es “no”.

La Muerte enarboló con presteza su guadaña y, asestando con fuerza, segó la vida del caballero. Orlando quedó tumbado en el suelo, ensangrentado y con la mirada fija en el tablero. Comprendió demasiado tarde que la vida no siempre es como la cuentan las películas de Bergman. 


Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 16 de noviembre de 2012.
Ilustración de Álex Sierra (http://mazayas.blogspot.com.es/).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

2 comentarios:

  1. ¡Pardiez, haz el bendito favor de publicar ya estas florecillas!
    ¡¡Manifiéstate, oh espíritu ''celusoso''!!

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  2. Como las pastillas, sólo cuando toquen (!). Poco a poco iré colgando todas mis producciones.

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