sábado, 22 de septiembre de 2012

El legado de Don Ramiro


Don Ramiro se aplicaba con esmero desde hacía años. Jubilado, sin hijos y tremendamente aficionado al ajedrez, el anciano empleaba todo su tiempo en un ambicioso proyecto: publicar un libro que recopilara sus mejores partidas.
  
La magia del tablero pronto cautivó su tierno corazón y, ya en su juventud, Don Ramiro perseguía el jaque mate. No era un jugador especialmente talentoso pero, con paciencia y tesón, logró ir puliendo sus defectos y convertirse en un refinado ajedrecista.

Siendo adolescente ingresó en el club de ajedrez que estaba más cerca de su hogar y en poco tiempo llegó a disputar partidas con el primer equipo de la entidad. La afición de aquel muchacho por el juego era de tal magnitud que absorbía todo su tiempo. Así, el jovenzuelo pasaba las tardes en el club, disputando partidas rápidas o analizando intrincadas posiciones con sus colegas. Durante algunos años, llegó incluso a dar clases de ajedrez en varias escuelas con la noble idea de crear cantera abundante, pero la misión resultaba tan agotadora que pronto delegó la tarea en otros compañeros de club más extrovertidos.

Tuvo alguna que otra pretendienta, pero nada serio. Por alguna extraña razón, las mujeres parecían incompatibles con el ajedrez. Fingían interesarse por el juego con el fin de granjearse su confianza pero, tarde o temprano, empezaban a poner pegas y rehuían el club, buscaban excusas para no inscribirse a los torneos e intentaban, sibilinamente, alejarlo de su afición y convertirlo en un individuo normal y corriente. Por ese motivo, el joven Ramiro resolvió alejarse de ellas, mantener el celibato y consagrar su vida al ajedrez.

Los años fueron pasando y, obviamente, no tuvo hijos. Don Ramiro se consoló con sus compañeros de club, disputando innumerables partidas con ellos y charlando animadamente sobre cualquier minucia que tuviera que ver con su amado pasatiempo.

A menudo, los jugadores no se ponían de acuerdo sobre quién ganó tal o cuál torneo, de manera que Don Ramiro llegó a una grave conclusión. Si no anotaba sus éxitos, todo aquello que lograra tarde o temprano se perdería en el olvido. Y así fue cómo surgió en aquel individuo una obsesión, casi egipcia, por sobrevivir a la muerte y no caer en el anonimato. Sus partidas serían los hijos que nunca tuvo y le darían la oportunidad de permanecer en el recuerdo de sus amigos más queridos.

Empezó a recopilar sus mejores partidas de ajedrez con la esperanza de reunirlas en un libro divulgativo sobre el juego. El hombre anotaba escrupulosamente todas las partidas que disputaba y luego las analizaba con detalle. Si encontraba algún error de bulto en alguna de sus jugadas, descartaba la partida y ésta quedaba arrinconada para siempre en un cajón. En cambio, si consideraba que merecía la pena, realizaba un detallado análisis de la misma y tecleaba todas las variantes con ayuda de su vieja máquina de escribir. Para amenizar la futura lectura de sus escritos, Don Ramiro incluía numerosas anécdotas y diagramas que mostraban la posición de las piezas sobre un tablero en dos dimensiones. Los diagramas eran realizados con ayuda de un curioso equipo de tampones que, con tinta, reproducían fielmente la forma de cada pieza sobre la casilla que correspondiera.

Con los años, su selección de partidas fue aumentando a medida que realizaba pequeñas obras de arte sobre el tablero. Tan orgulloso estaba de su creación, que los apuntes de su libro siempre lo acompañaban a todas partes. El anciano aprovechaba cualquier ocasión para mostrar alguna de sus viejas partidas a los presentes y no dudaba en perfeccionar los análisis si se daba la ocasión.  

El tiempo transcurría veloz y Don Ramiro jamás encontraba el momento de concluir su libro pues, siempre jovial y optimista, creía que todavía podía ensanchar la obra con nuevas partidas. Demoró el final hasta el delirio y, tomando precauciones, dispuso un sobre con sus últimas voluntades. En ellas, el viejo daba instrucciones a su familia para la publicación del libro tras su muerte e incluía una importante suma de dinero con la que sufragar los gastos de edición e impresión.


Una insuficiencia respiratoria marcó el punto y final de Don Ramiro. El hombre murió de madrugada, solo y aferrado a su voluminoso libro. Nadie acudió al entierro y los escasos parientes que conservaba se gastaron sus ahorros en otros menesteres. Su libro, el compendio de toda una vida, acabó en una papelera. De ahí pasó a un contenedor hasta que un camión de la basura trituró el volumen y lo llevó al vertedero municipal. Sus desordenadas hojas fueron esparcidas a pleno sol en lo alto de una montaña de desechos con la única compañía de las gaviotas carroñeras. Aquella misma tarde llovió y la tinta de sus hojas se escurrió como lágrimas entre el papel. Pasados unos días, una excavadora recogió lo que quedaba de sus sueños y lo llevó a la incineradora. 

Publicado el 22 de septiembre de 2012 en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

3 comentarios:

  1. ¡Eironeia! A aquellos que buscan cumplir con su anhelo de perdurar, la eternidad no los acepta.
    Aun así, pobre Don Ramiro... al menos murió con la humana ilusión de haber obtenido un sitial en el tiempo.

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  2. Efectivamente, ironía trágica. Alguna vez me han acusado de ensañarme en el último párrafo...

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  3. ¡Curioso! De no ser por la caridad de algunos de sus allegados, las famosas Rimas de Bécquer podían haber tenido un idéntico destino.

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