martes, 14 de agosto de 2012

El abogado de Nueva Orleans



Una lluvia fina pero constante comenzó a caer sobre las arenosas calles de Nueva Orleans. Paul inspeccionó el cielo con preocupación y se percató de que unos nubarrones, sombríos y amenazadores, se estaban apoderando de un cielo plomizo y oscurecido. Temiendo lo peor, el individuo se cubrió la cabeza con un periódico que llevaba en las manos y cruzó la calle a toda prisa. Los carros avanzaban con celeridad en ambas direcciones y apenas detenían su trote para dejar pasar al osado viandante pero aquel hombre fue sorteando con esmero los diferentes obstáculos y llegó por fin al otro lado de la calle.

La gruesa balconada de una taberna ofrecía a los transeúntes un buen cobijo contra la lluvia. Paul se mezcló entre la muchedumbre que allí se agolpaba pero, sospechando que el tiempo empeoraría, decidió entrar en el local y tomar algo mientras la tormenta arreciaba. Su bufete de abogado quedaba demasiado lejos como para aventurarse a un largo paseo bajo la lluvia de manera que parecía más prudente esperar con calma bajo un techo.

Cuando entró, observó de inmediato que la taberna no atravesaba su mejor época. El mobiliario, antaño distinguido y señorial, se encontraba en un estado francamente lamentable. Los tablones del suelo crujían a cada paso que Paul daba y parecía que podían partirse en cualquier momento. Los clientes de aquel sórdido garito permanecían ajenos a todo ese declive. Se trataba de gente de clase media baja que venían a emborracharse con whisky y fumar cigarros mientras discutían acaloradamente de política. El país se hallaba sumido en una cruenta guerra civil que enfrentaba a los estados del sur con los del norte y los ánimos de sus habitantes estaban más que encendidos.

El mostrador estaba abarrotado de bebedores compulsivos que consumían alcohol a un ritmo frenético mientras exhalaban espesas bocanadas de humo. Paul encontraba todo aquello algo barriobajero para su gusto, sobre todo las escupideras de latón, pero ya rozaba la treintena y se consideraba un hombre de mundo. En Europa había visto lugares mucho peores que ése y todavía podía contarlo. Buscó un hueco entre la gente de la barra y pidió un whisky doble para calentarse los huesos.

Un camarero panzudo y con acento francés le sirvió la bebida. Paul le pagó generosamente, como tenía por costumbre, y comenzó a sorber el contenido mientras examinaba con detalle el resto del local. Una docena de mesas plagaban la planta baja. En ellas había varias timbas de cartas donde se jugaba por dinero a toda clase de juegos, especialmente, el póquer. En el fondo de la sala se adivinaban unas empinadas escaleras que subían al piso superior, posiblemente, un lugar más tranquilo donde hospedarse o, sencillamente, ir con prostitutas. En cualquier caso, no pensaba averiguarlo esa tarde.

Fue entonces cuando reconoció entre el gentío dos palabras que le resultaban familiares y que hacía tiempo que no oía:

- ¡Jaque mate! – exclamó alguien desde un rincón de la sala.

Paul alzó la vista y detectó la presencia de un tablero de ajedrez en una de las mesas. Un par de individuos recogía las piezas y volvía a colocarlas en formación de salida. Se disponían a iniciar un nuevo duelo. El abogado cogió su vaso de whisky y, tras pedir permiso, se sentó en un lado de la mesa para observar el desarrollo de la partida. En ella, un oficial sureño de pelo largo y mal afeitado conducía las piezas blancas con su mano izquierda. El militar era un mutilado de guerra que había perdido su brazo derecho en el frente. Manco de un brazo, llevaba la manga de su casaca gris con ribetes amarillos recogida con un broche para que no colgara innecesariamente. Su rival era un gordinflón canoso de traje barato que no paraba de exhibir un sonoro reloj de bolsillo labrado en plata. Los jugadores comenzaron a intercambiar jugadas mientras intercalaban comentarios políticos bajo la atenta mirada de Paul, que no perdía detalle.      

- ¿Capitán, habéis leído las nuevas que trae el periódico? – preguntó el jugador más grueso mientras planteaba con negras una Defensa Philidor a su oponente.
 
- No me hace falta, seguro que el general Lee dará una buena zurra a esos abolicionistas del norte –respondió el oficial con patriótico optimismo.

- La prensa no dice eso. Más bien lo contrario. Según parece, Lincoln ha iniciado una potente ofensiva sobre varios estados de la Confederación –replicó el gordo mientras hacía girar su reloj sobre la mesa. Paul escudriñó el periódico mojado que aún llevaba en la mano. Las gotas de lluvia habían ensuciado de tinta casi toda la letra pequeña pero todavía podían leerse los titulares con la noticia que mencionaba el obeso de pelo blanco y corroboraban su preocupante comentario.

- ¡Que vengan! Ya verán lo que les tenemos reservado en Louisiana. Si es necesario daré mi otro brazo para defender esta tierra –exclamó el oficial.

- Espero que no haga falta. Usted ya ha prestado un valioso servicio a su país. Deje que ahora sean otros los que continúen la lucha. Prefiero que reserve su espíritu combativo para jugar conmigo al ajedrez –respondió el grueso jugador de negras mientras guiñaba un ojo a todos los presentes.

- No tema, que no voy a perder así como así mi belicismo natural. Por cierto, jaque a la dama –señaló el capitán.

Paul no tenía nada claro que Louisiana resistiera mucho tiempo al empuje de los ejércitos unionistas. Jamás había visto con buenos ojos la aventura de la secesión, posiblemente por el origen criollo de su aristocrática familia, pero consideraba que, desde la distancia, poseía una perspectiva del conflicto lo suficientemente objetiva. El norte estaba mucho más industrializado que los Estados Confederados, rurales y menos desarrollados. Lincoln disponía no sólo de tropas bien equipadas, sino de un ejército de fábricas que producían munición abundante. En cambio, los sureños se apoyaban en un optimismo ilusorio, surgido de un obsoleto sentido del honor, y en la creencia de que la pericia militar de Lee, que había renunciado a comandar el ejército unionista, les sacaría de aquel embrollo.

El abogado no había servido en la armada, ni pensaba hacerlo, pero tenía claro que el talante multiétnico de Nueva Orleans no acababa de encajar con la mentalidad agraria y separatista del sur. Lejos de eso, la ciudad constituía un variado crisol de culturas y razas. Por un lado, el puerto de la ciudad suponía una de las principales vías de entrada para el tráfico de esclavos pero, al mismo tiempo, la urbe congregaba una gran cantidad de negros libertos. Los habitantes de la ciudad procedían de zonas muy diversas y, en el fondo, solamente anhelaban la paz. Los sudistas exaltados, como el oficial manco, eran en Nueva Orleans menos numerosos de lo que pretendían ser.

El capitán sonrió a su contrincante mientras efectuaba una combinación que le daría la partida. Unos oportunos cambios de piezas acababan con un doble de caballo que ganaba una torre. Su rival empezó a juguetear con la tapa de su reloj mientras calculaba el fatal desenlace. Cuando estuvo seguro de que no había escapatoria, tumbó su rey en señal de rendición.

- ¡Otra victoria de los valientes ejércitos del sur! ¿Caballero, qué os ha parecido mi remate? –preguntó el militar a Paul, en busca de aduladores.

- Pienso que vuestro rival os ha dado más facilidades de las que tendrá el general Lee cuando tenga que enfrentarse a la Unión –espetó el abogado con una sonrisa burlona en sus labios.

- ¿Cómo? ¡Estaréis bromeando! Lee es el mejor estratega del mundo y ganará esta guerra. Vos, siendo un civil, deberíais ser más cauto al opinar de asuntos militares que os son absolutamente desconocidos– replicó el manco con desprecio.

- Puede que carezca de vuestra experiencia en combate pero algo sé de ajedrez y os aseguro que ni el mejor jugador del mundo puede vencer sin un mínimo de piezas sobre el tablero. No discuto el talento de su general Lee pero comprenda que sea escéptico en cuanto a sus posibilidades reales de victoria. La Unión nos aventaja en un sinfín de recursos –argumentó Paul mientras apuraba su vaso de whisky.

- Le voy a demostrar que no es así. Aparte la pieza que quiera de mi bando y le ganaré de todos modos –fanfarroneó el militar mientras recolocaba las piezas y giraba el tablero en dirección al osado mirón. Entretanto, el individuo más grueso mantenía una prudente neutralidad y permanecía en silencio.

- Si quiere, aparto el rey –dijo Paul medio riendo.

- No se burle de mí, caballero. Sin rey no hay partida que valga. Quitaré mi dama y así igualaremos las posibilidades de ambos bandos –sentenció el oficial mientras se reservaba el bando blanco.

Paul sabía de sobras que ganaría esa partida con una ventaja material tan aplastante. De hecho, sabía incluso que era capaz de ganarla con tal desventaja en contra. Conocía el juego desde que era pequeño. Había aprendido el movimiento de las piezas viendo jugar a su padre y a su tío Ernest y, desde siempre, había mostrado una tremenda habilidad con el ajedrez. En realidad, se había topado con muy pocos jugadores que le hicieran sombra y, tras haber visto el agresivo juego del manco, sabía que el capitán no era uno de ellos.

La partida fue una auténtica paliza. Breve y sangrienta. El abogado anuló desde el comienzo cualquier opción de ataque rival y, en pocas jugadas, propinó un mate artístico al oficial sureño, que asistía atónito al variado recital de jaques. El militar miraba fijamente a Paul y comenzó a enrojecer visiblemente con una mezcla de vergüenza e ira contenida.

-  No se ofusque, mi amigo –trató de apaciguar Paul-, en el fondo creo que quizá tenga razón. Déjeme probar suerte con la desventaja en contra –propuso el letrado con fina ironía.

El oficial aceptó el reto con la esperanza de devolverle el tanto a su deslenguado oponente y restablecer así su orgullo herido ante el corrillo de espectadores que se estaba formando a su alrededor. Por lo visto, el elevado tono de sus bravuconadas había captado la atención de varios clientes y media docena de personas se había acercado a la mesa para contemplar el insólito duelo.

Paul retiró su dama del tablero y comenzó la segunda partida. El oficial trató de abrir brecha en el campo enemigo pero el abogado comenzó a desplegar un juego tremendamente eficaz que pronto remontó la partida y le valió nuevamente la victoria ante el pasmo de todos los presentes, especialmente, de su vociferante rival.

- ¡Otra, otra! –propuso el manco mientras deshacía la posición de mate en la que se había visto inmerso por segunda vez.

Paul no eludía ninguna oferta de juego con dama de menos y fue sumando victorias en su casillero hasta que el militar, cansado de perder, rehusó seguir jugando. La humillación era tan grande que no pronunciaba palabra alguna.

Fue entonces cuando uno de los espectadores exclamó a todos los presentes:

- ¡Pero si es Paul Morphy, campeón del mundo de ajedrez! ¡Sus victorias en Nueva York, Inglaterra y París son míticas! ¡Sus triunfos ante Staunton, Harrvitz, Lowenthal y el alemán Anderssen son un orgullo para nuestra nación! ¡Es el mejor ajedrecista de todos los tiempos, sí señor!

- En realidad no vencí a Staunton. El muy cobarde rehusó enfrentarse conmigo –matizó el héroe de Nueva Orleans.

La muchedumbre comenzó a envolver a Paul sin que nadie prestara atención al militar, que permanecía mudo en su silla como el pelele de turno. La gente acribillaba a la estrella ajedrecística con toda clase de peticiones y halagos que empezaron a resultarle molestos y cansinos. Paul odiaba ser tratado como un ajedrecista profesional. Consideraba que el ajedrez no era una ocupación digna para un caballero de su rango y que el ajedrez solamente debía ser considerado un juego de mesa, un pasatiempo más. Desde que volvió victorioso de Francia nadie le tomaba en serio como abogado y, cuando alguien pasaba por su bufete, siempre era para proponerle asuntos relacionados con el ajedrez. Su padre era un eminente hombre leyes pero, en cambio, él estaba condenado a ser una atracción de feria. Por eso llevaba años sin jugar partidas serias de ajedrez, para recuperar su reputación como abogado, pero la guerra civil y su fama de antisecesionista mantenían vacío su negocio. Molesto con la situación que se había creado, abandonó el local a toda prisa.

Cuando salió al exterior, comprobó que había anochecido y, por suerte, ya no llovía. Las estrellas iluminaban el firmamento. Dirigió sus pasos al bufete, maldiciendo la fama que sus giras por Europa le habían granjeado. Nadie le veía como un abogado competente. Nadie consideraba sus brillantes calificaciones en la Universidad de Louisiana. Solamente veían al célebre jugador de ajedrez.

Fue entonces cuando Paul notó unos pasos tras de sí. Aceleró el ritmo de su andar y escuchó que quien le seguía también incrementaba la velocidad. Tuvo miedo y comenzó a correr. Dobló una esquina y entró en una callejuela estrecha y solitaria. Cuando quiso darse cuenta, comprobó que se había metido en un callejón sin salida. Estaba atrapado. Dio media vuelta para salir de allí y se topó de frente con el oficial manco. El militar estaba furioso y desenvainó su sable con la intención de partirle en dos.

El letrado quedó paralizado por el terror. Ese fanático iba a matarle por unas partidas de nada. Como si estuvieran en el lejano oeste. El sureño levantó el arma y se acercó al hombre que se había mofado de él en público pero Paul, azuzado por un oportuno instinto de supervivencia, le empujó por sorpresa y comenzó a correr. El manco cayó al suelo de bruces y su sable se clavó en el fango sin poder consumar la venganza. El mutilado aumentó su frustración y comenzó a gritar con grandes voces:

- ¡Te mataré, leguleyo insolente, te mataré! ¡Sé quien eres! ¡Te buscaré y te mataré!

Paul corrió para salvar su vida. Llegó a su casa y contó lo sucedido a sus familiares pero nuevamente nadie le creyó. Consideraban que el chico estaba exagerando y que, quizá, no debería haber tomado tanto alcohol. Su aliento apestaba. Si no frecuentara ciertos tugurios, si no hubiera adquirido tan malos hábitos en sus viajes a Europa, gozaría de mejor reputación y no se metería continuamente en líos. Le acusaron entonces de no trabajar, de no conseguir clientes y, en vista de que Paul no recobraba la serenidad, le enviaron primero a Cuba y luego a París. Allí donde iba, afirmaba que le perseguían e insistía en que su vida corría peligro. Jamás volvió a jugar en público. 

Publicado en www.cesantmarti.com el 20 de junio de 2007.
Ilustración: Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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