jueves, 10 de enero de 2013

Ganar un peón sobre el río Arno



El joven Paolo se volvió hacia su maestro y con un reverente gesto de mano le indicó que cruzara la calle. Su acompañante, un hombre barbudo y canoso que había alcanzado ya los cincuenta, lo seguía con presteza a pocos pasos pero, al contemplar el vetusto puente de piedra que iban a cruzar, decidió darse un respiro y contempló la construcción en todo su esplendor. Los veranos en Florencia solían ser secos y muy calurosos y ese año, 1503, no parecía que tuviera que ser una excepción. 

El viejo puente se erguía sobre el río Arno y mantenía unida a Florencia desde la Edad Media gracias a sus tres ciclópeos arcos de piedra. Sobre la edificación, el gremio de carniceros había ido distribuyendo en los últimos tiempos una gran cantidad de comercios que se beneficiaban de una ubicación privilegiada y unas exenciones fiscales nada desdeñables.

El joven urgió al anciano y ambos prosiguieron su camino atravesando el ensangrentado suelo empedrado del puente hasta que el mozalbete se detuvo ante una carnicería situada en uno de los múltiples edificios que habían sido construidos sobre la estructura del puente. A una señal del joven Paolo, ambos entraron en la tienda y, haciendo caso omiso de los numerosos chuletones y solomillos que allí se exhibían, fueron directos a la rebotica donde les esperaba un hombre unos veinte años más joven que el maestro. El anfitrión vestía unos elegantes ropajes negros y granates con las insignias de la ciudad que delataban su condición de alto funcionario de la República.  El individuo se levantó de su asiento y, despidiendo al muchacho con un dorado florín de oro, saludó al anciano:

-          Encantado de volver a veros, maestro Leonardo, disculpad este emplazamiento tan poco hospitalario y vulgar –gesticuló el embajador mientras se tapaba su afilada nariz con un pañuelo- pero la naturaleza de los asuntos que debemos tratar no nos permiten esa pompa a la que el papa Borgia nos tiene acostumbrados.
El canoso maestro, ya calvo por la edad, se echó a reír y dijo:

-          No os preocupéis, Niccolo Machiavelli, tanto vos como yo sabemos lo difícil que resulta ascender en este mundo por méritos propios cuando no se puede alegar una noble, nobilísima cuna. ¿Acaso no es cierto?
-          Muy posiblemente –sonrió el funcionario-. En cualquier caso, así evitamos que nuestros adversarios pisanos puedan interceptar algún que otro correo indiscreto. Por favor, tomad asiento –dijo mientras mostraba un fino tablero de ajedrez con las piezas de madera en formación de salida-.  El proyecto para desviar el curso del río Arno interesa y mucho a mi señor. No tengo ninguna duda de que los descubrimientos que los reyes católicos han realizado en el Nuevo Mundo supondrán un cambio en el orden de fuerzas de las potencias europeas. Este hallazgo puede ser una buena oportunidad para los florentinos si somos capaces de conseguir una salida al mar que nos permita afianzarnos como puerto comercial.
Leonardo tomó asiento con lentitud y avanzó un peón. Arqueó sus pobladas cejas y acariciando su barba gris comenzó a desgranar los detalles técnicos del plan:

-          Desviar el curso del río para dejar sin agua a los pisanos no es tarea sencilla, Niccolo. Pensad que bajo el suelo que estamos pisando está el río que deseáis modificar y tiene un caudal enorme. He calculado que se necesitarán unos cincuenta y cuatro mil hombres para remover una gran cantidad de tierra y cavar nuevas zanjas y acequias que sean como mínimo tan profundas como el mismo río.
El político florentino respondió con otro movimiento de peón y, tras algunas rápidas jugadas iniciales, pronto se vieron inmersos en una compleja e igualada contienda ajedrecística mientras discutían los pormenores de la ambiciosa empresa que tenían entre manos:

-          Es muy complicado que mi señor apruebe un proyecto de tal envergadura por los ingentes costes económicos que la obra puede acarrear –sentenció Niccolo-. El maestro Colombino pretende utilizar solamente dos mil obreros para el proyecto. ¿Qué me decís a ello?
Leonardo se echó las manos a la cabeza y exclamó:

-          ¡Dos mil hombres! –Luego, advirtiendo que podía resultar demasiado indiscreto, el ingeniero bajó el volumen de su voz y prosiguió casi susurrando-. Eso es imposible y demuestra que a Colombino le viene grande esta empresa. Soy plenamente consciente de que es complicado satisfacer tanto estipendio. Es por ello que he diseñado varias máquinas e ingenios mecánicos que nos permitirán excavar la tierra con mayor eficiencia –dijo el veterano constructor mientras desplegaba varios planos y se los mostraba a su contertulio.
El funcionario apartó la vista del tablero y concentró su atención en los complejos esbozos que le mostraba Leonardo. Niccolo se tenía por un hombre avispado y, sobre todo, oportunista, pero tenía que reconocer el genio casi sobrenatural de ese individuo en toda clase de disciplinas: pintura, escultura, arquitectura, ingeniería… Le sorprendía que alguien que había demostrado tanta capacidad en tantos campos distintos no tuviera su misma ambición política ya que, en el fondo, Leonardo no dejaba de ser un mandado talentoso que corría de aquí para allá resolviendo encargos.

-          Si el proyecto no se lleva a cabo con la debida rapidez –avisó Niccolo-, los pisanos no tardarán en comprender el ardid que tramamos y acabarán por atacar las obras y frustrar vuestro ingenioso plan. Si por mi fuera, resolvería la cuestión sin dilación, reclutando milicias ciudadanas para atacar a Pisa y someterla de una vez, pero mi señor recela, no sé exactamente si de la fidelidad de tales milicias o si de mi propia persona. Lo cierto es que siempre he tenido muy claro que el fin justifica los medios y más, cuando la historia la escriben los vencedores. No me apetece engrosar las filas de los troyanos, los cartagineses o Bizancio, siendo como ellos derrotado, humillado por la necia falta de previsión.
-        Basta con que Colombino siga con diligencia mis indicaciones y que la fortuna nos sea propicia –trató de tranquilizar Leonardo-.
-          Desgraciadamente, la fortuna es caprichosa –filosofó el político-. Tenemos que prepararnos incluso contra los avatares del destino. En cualquier caso, contamos con vos, el genial Vitrubio de nuestro tiempo –añadió astutamente para halagar a su contertulio-.
Con el asunto del río Arno perfectamente encauzado, ambos jugadores se concentraron en la partida de ajedrez que habían iniciado. Leonardo era también un virtuoso del tablero, como en todo aquello que ocupaba su mente, y demostraba en su estrategia un talento y una capacidad de cálculo colosales. Parecía inspirado por las musas, bendecido con la gracia divina. De habérselo propuesto, hubiera sido un ajedrecista tan o más brillante que el español Ruy López de Segura, pero el artista de Vinci prefería repartir sus esfuerzos en otras disciplinas más reconocidas. En cambio, Maquiavelo poseía otros talentos más sutiles. Quizá no dominaba la paleta de colores, la dureza del mármol o la flexibilidad de la madera como su adversario, pero conocía perfectamente el espíritu humano y sabía cómo doblegarlo a sus intenciones.  

-          ¿Cómo va la pintura? Oí que últimamente estáis muy distraído en esta actividad –trató de sonsacar el funcionario mientras cubría nuevamente su nariz con el pañuelo.
El rostro de Leonardo se iluminó al pensar en una de sus pasiones predilectas y no pudo evitar relatar cómo le iba en ese campo:

-          Estoy pintando a una hermosa mujer, Lisa di Antón María di Noldo Gherardini. Posee una sonrisa fascinante y, creedme, he tenido que ingeniármelas para que la dama no marchitara su risueña expresión. Pintar con esmero requiere tiempo y los modelos no siempre tienen suficiente paciencia. ¿Podéis creer que tuve que poner músicos y cómicos todo el rato para que la cándida muchacha mantuviera su rostro inmaculado?
El artista, el hombre del Renacimiento, comenzó a dividir su talento entre la partida de ajedrez que estaba disputando y la evocación de sus gestas pictóricas. Ni siquiera percibió el regreso de Paolo, dispuesto a acompañar nuevamente a su maestro hasta su casa. Pese a ello, el genio vio de pronto la oportunidad de castigar una de las escasas imprecisiones que muy de vez en cuando cometía el funcionario florentino en su juego y Leonardo pudo alzarse con una vistosa victoria merced a una combinación de alfiles y caballos.

-          Os felicito -fingió Maquiavelo mientras guardaba su impoluto pañuelo-, seguro que si aplicáis vuestro talento ajedrecístico a nuestro…  ehem… proyecto,  todo transcurrirá excelentemente.
Leonardo da Vinci se despidió cortésmente de su anfitrión y, acompañado por el joven y apuesto Paolo, perfectamente aleccionado por el funcionario, no tardó en desaparecer con una amplia sonrisa en los labios. Más contento estaba Niccolo, quien con su oportuna derrota había ganado un valioso aliado, un valioso peón. Puede que Leonardo fuera un genio en el lienzo, en los cálculos, en el ajedrez… pero Niccolo Machiavelli lo era en el tablero de la vida. Solamente cabía esperar que la fortuna les fuera propicia.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 10 de enero de 2013.
Ilustración: La Gioconda de Leonardo Da Vinci (1503-1519).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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