El joven Paolo se volvió hacia su maestro
y con un reverente gesto de mano le indicó que cruzara la calle. Su
acompañante, un hombre barbudo y canoso que había alcanzado ya los cincuenta,
lo seguía con presteza a pocos pasos pero, al contemplar el vetusto puente de
piedra que iban a cruzar, decidió darse un respiro y contempló la construcción
en todo su esplendor. Los veranos en Florencia solían ser secos y muy calurosos
y ese año, 1503, no parecía que tuviera que ser una excepción.
El viejo puente se erguía sobre el río
Arno y mantenía unida a Florencia desde la Edad Media gracias a sus tres
ciclópeos arcos de piedra. Sobre la edificación, el gremio de carniceros había
ido distribuyendo en los últimos tiempos una gran cantidad de comercios que se
beneficiaban de una ubicación privilegiada y unas exenciones fiscales nada
desdeñables.
El joven urgió al anciano y ambos
prosiguieron su camino atravesando el ensangrentado suelo empedrado del puente
hasta que el mozalbete se detuvo ante una carnicería situada en uno de los
múltiples edificios que habían sido construidos sobre la estructura del puente.
A una señal del joven Paolo, ambos entraron en la tienda y, haciendo caso omiso
de los numerosos chuletones y solomillos que allí se exhibían, fueron directos
a la rebotica donde les esperaba un hombre unos veinte años más joven que el
maestro. El anfitrión vestía unos elegantes ropajes negros y granates con las
insignias de la ciudad que delataban su condición de alto funcionario de la
República. El individuo se levantó de su
asiento y, despidiendo al muchacho con un dorado florín de oro, saludó al
anciano:
-
Encantado de volver a veros, maestro Leonardo,
disculpad este emplazamiento tan poco hospitalario y vulgar –gesticuló el embajador
mientras se tapaba su afilada nariz con un pañuelo- pero la naturaleza de los
asuntos que debemos tratar no nos permiten esa pompa a la que el papa Borgia
nos tiene acostumbrados.
El canoso maestro, ya calvo por la edad,
se echó a reír y dijo:
-
No os preocupéis, Niccolo Machiavelli, tanto
vos como yo sabemos lo difícil que resulta ascender en este mundo por méritos
propios cuando no se puede alegar una noble, nobilísima cuna. ¿Acaso no es
cierto?
-
Muy posiblemente –sonrió el funcionario-. En
cualquier caso, así evitamos que nuestros adversarios pisanos puedan
interceptar algún que otro correo indiscreto. Por favor, tomad asiento –dijo
mientras mostraba un fino tablero de ajedrez con las piezas de madera en
formación de salida-. El proyecto para
desviar el curso del río Arno interesa y mucho a mi señor. No tengo ninguna
duda de que los descubrimientos que los reyes católicos han realizado en el
Nuevo Mundo supondrán un cambio en el orden de fuerzas de las potencias
europeas. Este hallazgo puede ser una buena oportunidad para los florentinos si
somos capaces de conseguir una salida al mar que nos permita afianzarnos como
puerto comercial.
Leonardo tomó asiento con lentitud y
avanzó un peón. Arqueó sus pobladas cejas y acariciando su barba gris comenzó a
desgranar los detalles técnicos del plan:
-
Desviar el curso del río para dejar sin agua a
los pisanos no es tarea sencilla, Niccolo. Pensad que bajo el suelo que estamos
pisando está el río que deseáis modificar y tiene un caudal enorme. He
calculado que se necesitarán unos cincuenta y cuatro mil hombres para remover
una gran cantidad de tierra y cavar nuevas zanjas y acequias que sean como
mínimo tan profundas como el mismo río.
El político florentino respondió con otro
movimiento de peón y, tras algunas rápidas jugadas iniciales, pronto se vieron
inmersos en una compleja e igualada contienda ajedrecística mientras discutían
los pormenores de la ambiciosa empresa que tenían entre manos:
-
Es muy complicado que mi señor apruebe un
proyecto de tal envergadura por los ingentes costes económicos que la obra
puede acarrear –sentenció Niccolo-. El maestro Colombino pretende utilizar
solamente dos mil obreros para el proyecto. ¿Qué me decís a ello?
Leonardo se echó las manos a la cabeza y
exclamó:
-
¡Dos mil hombres! –Luego, advirtiendo que podía
resultar demasiado indiscreto, el ingeniero bajó el volumen de su voz y
prosiguió casi susurrando-. Eso es imposible y demuestra que a Colombino le
viene grande esta empresa. Soy plenamente consciente de que es complicado
satisfacer tanto estipendio. Es por ello que he diseñado varias máquinas e
ingenios mecánicos que nos permitirán excavar la tierra con mayor eficiencia
–dijo el veterano constructor mientras desplegaba varios planos y se los
mostraba a su contertulio.
El funcionario apartó la vista del
tablero y concentró su atención en los complejos esbozos que le mostraba
Leonardo. Niccolo se tenía por un hombre avispado y, sobre todo, oportunista,
pero tenía que reconocer el genio casi sobrenatural de ese individuo en toda
clase de disciplinas: pintura, escultura, arquitectura, ingeniería… Le sorprendía
que alguien que había demostrado tanta capacidad en tantos campos distintos no
tuviera su misma ambición política ya que, en el fondo, Leonardo no dejaba de
ser un mandado talentoso que corría de aquí para allá resolviendo encargos.
-
Si el proyecto no se lleva a cabo con la debida
rapidez –avisó Niccolo-, los pisanos no tardarán en comprender el ardid que
tramamos y acabarán por atacar las obras y frustrar vuestro ingenioso plan. Si
por mi fuera, resolvería la cuestión sin dilación, reclutando milicias
ciudadanas para atacar a Pisa y someterla de una vez, pero mi señor recela, no
sé exactamente si de la fidelidad de tales milicias o si de mi propia persona.
Lo cierto es que siempre he tenido muy claro que el fin justifica los medios y
más, cuando la historia la escriben los vencedores. No me apetece engrosar las
filas de los troyanos, los cartagineses o Bizancio, siendo como ellos derrotado,
humillado por la necia falta de previsión.
- Basta con que Colombino siga con diligencia mis
indicaciones y que la fortuna nos sea propicia –trató de tranquilizar
Leonardo-.
-
Desgraciadamente, la fortuna es caprichosa
–filosofó el político-. Tenemos que prepararnos incluso contra los avatares del
destino. En cualquier caso, contamos con vos, el genial Vitrubio de nuestro
tiempo –añadió astutamente para halagar a su contertulio-.
Con el asunto del río Arno perfectamente
encauzado, ambos jugadores se concentraron en la partida de ajedrez que habían
iniciado. Leonardo era también un virtuoso del tablero, como en todo aquello
que ocupaba su mente, y demostraba en su estrategia un talento y una capacidad
de cálculo colosales. Parecía inspirado por las musas, bendecido con la gracia
divina. De habérselo propuesto, hubiera sido un ajedrecista tan o más brillante
que el español Ruy López de Segura, pero el artista de Vinci prefería repartir
sus esfuerzos en otras disciplinas más reconocidas. En cambio, Maquiavelo
poseía otros talentos más sutiles. Quizá no dominaba la paleta de colores, la
dureza del mármol o la flexibilidad de la madera como su adversario, pero
conocía perfectamente el espíritu humano y sabía cómo doblegarlo a sus
intenciones.
-
¿Cómo va la pintura? Oí que últimamente estáis
muy distraído en esta actividad –trató de sonsacar el funcionario mientras
cubría nuevamente su nariz con el pañuelo.
El rostro de Leonardo se iluminó al
pensar en una de sus pasiones predilectas y no pudo evitar relatar cómo le iba
en ese campo:
-
Estoy pintando a una hermosa mujer, Lisa di
Antón María di Noldo Gherardini. Posee una sonrisa fascinante y, creedme, he
tenido que ingeniármelas para que la dama no marchitara su risueña expresión.
Pintar con esmero requiere tiempo y los modelos no siempre tienen suficiente
paciencia. ¿Podéis creer que tuve que poner músicos y cómicos todo el rato para
que la cándida muchacha mantuviera su rostro inmaculado?
El artista, el hombre del Renacimiento,
comenzó a dividir su talento entre la partida de ajedrez que estaba disputando
y la evocación de sus gestas pictóricas. Ni siquiera percibió el regreso de
Paolo, dispuesto a acompañar nuevamente a su maestro hasta su casa. Pese a
ello, el genio vio de pronto la oportunidad de castigar una de las escasas
imprecisiones que muy de vez en cuando cometía el funcionario florentino en su
juego y Leonardo pudo alzarse con una vistosa victoria merced a una combinación
de alfiles y caballos.
-
Os felicito -fingió Maquiavelo mientras
guardaba su impoluto pañuelo-, seguro que si aplicáis vuestro talento
ajedrecístico a nuestro… ehem…
proyecto, todo transcurrirá
excelentemente.
Leonardo da Vinci se despidió cortésmente de su
anfitrión y, acompañado por el joven y apuesto Paolo, perfectamente aleccionado
por el funcionario, no tardó en desaparecer con una amplia sonrisa en los
labios. Más contento estaba Niccolo, quien con su oportuna derrota había ganado
un valioso aliado, un valioso peón. Puede que Leonardo fuera un genio en el
lienzo, en los cálculos, en el ajedrez… pero Niccolo Machiavelli lo era en el
tablero de la vida. Solamente cabía esperar que la fortuna les fuera propicia.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 10 de enero de 2013.
Ilustración: La Gioconda de Leonardo Da Vinci (1503-1519).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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