domingo, 26 de mayo de 2013

La fotografía de K


Desde que tengo uso de razón admiro a las dos K. Anatoly Karpov y Garry Kasparov. Ha habido otras K, como Keres, Korchnoi o Kramnik pero todo el mundo sabe que estos ajedrecistas no han brillado con tanta intensidad ni durante tanto tiempo.

Para empezar, cabe recordar que tanto Keres como el disidente Korchnoi, superviviente de los horrores de Stalingrado, rozaron la corona mundial en varias ocasiones pero no llegaron a ostentar jamás el título de Campeón del Mundo. Kramnik sí que llegó a ocupar el primer puesto pero nunca lo hizo de un modo claro y convincente. Incluso siendo campeón, siempre hubo otros jugadores que le aventajaron en cuanto a resultados.

Por el contrario, tanto Karpov como Kasparov marcaron una época en la historia del ajedrez. Juntos suman casi treinta años de supremacía ininterrumpida y sus legendarios duelos permanecerán siempre en la memoria de millones de aficionados. Sólo hay, por tanto, dos K.

Desafortunadamente, nada es eterno en este mundo y mucho menos en el Olimpo del ajedrez. La edad indefectiblemente a todos nos pasa factura. Incluso a las dos K. Tanto Karpov como Kasparov tuvieron su momento de gloria y se les respeta por ello aunque, ahora, ninguno de ellos practica ya el ajedrez si no es para tomar parte en algún acto benéfico o de promoción del noble juego de reyes.

Mi admiración por ellos nunca ha dejado de crecer desde mi más tierna infancia. Siempre he sido un simple aficionado, demasiado insignificante como para ser conocido. Además, vivo muy alejado de los grandes torneos. Los astros del tablero juegan siempre entre sí, sin mezclarse con los mediocres. No resulta extraño, pues, que nada supieran de mi existencia y que yo tuviera que conformarme con seguir sus logros desde las revistas especializadas o Internet. Por fortuna, todo esto cambió el día en que Kasparov anunció que visitaría Barcelona para promocionar el último de sus libros. Por lo visto, finalmente le conocería.

Su nueva obra no era un tratado de ajedrez –área en la que nadie discute su genial maestría- sino más bien un ambicioso libro de autoayuda en el que Kasparov establecía un rotundo paralelismo entre la vida y el ajedrez. En la contraportada aparecía una foto suya con cara de psicólogo de diván. Exhibía una expresión cansina, como si ya conociera todos los entresijos de la vida y, en un alarde de generosidad, estuviera dispuesto a compartirlos con el resto de mortales.

Los organizadores –unos grandes almacenes de la ciudad- habían anunciado a bombo y platillo que el autor firmaría ejemplares de su libro esa misma tarde así que compré uno de sus libros y, en compañía de mi amigo el actor, hice cola para lograr un autógrafo. La espera fue larga pero valió la pena. Allí estaba él. En persona. Algo más viejo y sin la mirada asesina que, según los periodistas, le caracterizaba. Su pelo había encanecido y asomaba en su cabeza una creciente coronilla. Mostraba un rostro afable aunque imperturbable, como de jugador de póquer. Se sentó y comenzó a firmar autógrafos con una destreza admirable. Se notaba que estaba acostumbrado a todos esos paripés.

La cola avanzaba deprisa, pero no lo suficiente. Los que esperábamos al final tuvimos tiempo de charlar sobre su polémica persona y pude constatar que la gran mayoría de los asistentes no eran lo que se dice fans suyos, sino más bien simples curiosos. De haber tenido unos cacahuetes a mano, seguro que más de uno se los habría arrojado al ruso para ver cómo reaccionaba. Admiro a ese tipo. De verdad. Pero no sé por qué extraña razón no pude contenerme y grité junto a mi amigo el actor “¡Viva Karpov!” un par de veces. No sé por qué lo hice. De verdad. Quizá fue para ayudarle a recuperar su instinto asesino. No lo sé. Los guardaespaldas de Kasparov miraron hacia nuestra zona en busca de culpables pero, incapaces de detectarnos entre la multitud, pusieron caras largas y se mantuvieron alerta.

Por fin lo tuvimos delante y pude entregarle mi libro –o su libro, según se mire-. Una azafata, muy mona ella, estaba a su lado y me preguntó el nombre. Cuando se lo dije, lo anotó con buena letra en una hoja y se lo mostró al campeón para que éste no cometiera ninguna falta de ortografía. ¡Qué profesional! Me lo dedicó y, tras rubricarlo, me dio la mano con firmeza, como si fuéramos a comenzar una partida por el Campeonato del Mundo. Sonreí atolondradamente y logré que mi amigo el actor nos echara una fotografía con mi viejo teléfono móvil. ¡Menuda suerte! Traté de demorar el momento todo cuanto pude, sin soltar su mano, pero los guardias de seguridad me tomaron del brazo y me invitaron amablemente a despejar el mostrador.  

Mi amigo el actor también estuvo de suerte y obtuvo su autógrafo. Debo confesar que Kasparov hizo mejor letra en el ejemplar de mi amigo pero al menos yo tenía una foto con él. No era muy buena, lo reconozco, pero ya servía. Se me veía media cara pero se me identificaba perfectamente justo en el momento en que nos estábamos estrechando la mano.

Llegué eufórico a mi casa y fui enseñando la foto a todo el mundo. Pensé en grabarla en mi ordenador por si ocurría algún percance pero lo demoré unos pocos días y, cuando quise darme cuenta, mi móvil falleció. Todavía no sé exactamente qué ocurrió pero creo que fue la batería o el mecanismo de recarga. El caso es que mi móvil murió y con él las valiosas fotos que había almacenado en su interior. El suceso me afectó terriblemente y no tardé en sufrir una grave crisis personal. Apenas pude pegar ojo durante varios días pero, afortunadamente, todavía conservaba su firma y eso me ayudó a recuperar las ganas de vivir y seguir adelante.

El tiempo pasó y por fin llegó otra gran oportunidad. Esta vez era el mítico Karpov quien daría una exhibición en una conocida sala de fiestas de Barcelona. Cuando tuve noticia de su visita, no lo dudé un instante y acudí al evento con mis mejores galas. Se me brindaba una segunda ocasión así que enfundé mi cuerpo serrano en un traje gris que reservo para bodas y bautizos y anudé a mi cuello una de mis corbatas favoritas, una de color azul eléctrico que muestra un estrambótico estampado de piezas flotantes de ajedrez.

Como suele ocurrir en tales ocasiones, no fui solo. Me acompañaba otro amigo, el escritor de tragedias. Mi amigo había acudido con traje y corbata, como suele ser habitual en él. Parecía un sabio despistado o, peor aún, un seminarista de aviesas intenciones aunque, en general, podría decirse que vestía con corrección. Casualmente, este amigo llevaba una cámara fotográfica. No es que mi acompañante fuera un fan de Karpov, precisamente, y soñara con tener una foto suya en su cuarto, sino más bien era otra cosa. Ocurría que el escritor de tragedias estaba proyectando algunos negocios relacionados con el mundo del ajedrez y, para promocionarse él mismo, buscaba el fotografiarse con grandes jugadores para parecer alguien importante y vender mejor su producto. De hecho, ya había tramado un astuto plan para fotografiarnos con el ruso así que confié en él y nos sentamos entre el público, cerca de las primeras filas.

Apareció en el escenario un señor mayor con esmoquin y, tras un breve discurso, repleto de florituras retóricas, presentó a Karpov. El público irrumpió en aplausos y Karpov hizo acto de presencia de un modo francamente teatral. Salió de entre la bruma, como si fuera un vago espejismo del desierto o una tenue ensoñación wagneriana. Con el pelo liso y grasiento, llevaba un traje caro pero no muy elegante. No cabía duda de que los años no habían pasado en balde y mi héroe de juventud había engordado unos cuantos kilos. Quizá demasiados. Pese a ello, todavía conservaba ese halo mágico que sólo poseen los campeones. Apareció también su rival. Alto y con gafitas de informático. Era Miguel Illescas, nuestro campeón nacional, un gran jugador y todo eso, magnífico empresario, pero nada serio en comparación con Karpov. Estaba claro quién era el favorito. Se dieron la mano con aparente caballerosidad y se hizo un silencio sepulcral. Se sucedieron las primeras jugadas y pronto comenzaron a lidiar en un vibrante duelo a dos partidas.

La verdad es que no me decepcionó. El ruso llegó, vio y venció. Su rival, pese a ser mucho más joven y estar todavía en plenitud de fuerzas, apenas pudo hacer nada frente a la impecable técnica del gélido Karpov. Mi héroe volvió a ganar, como en sus mejores tiempos. Cuando el triunfo se produjo, una riada de aficionados celebró efusivamente la victoria y se abalanzó desordenadamente sobre Karpov. Mi amigo el escritor de tragedias y yo también nos aproximamos al ruso con sincero fervor ajedrecístico y, tras dura lucha, logramos hacernos con uno de sus preciados autógrafos. Karpov se mostraba amable y firmaba con soltura, aunque sin mediar palabra. De todos modos, tampoco hacía falta. Su carácter, sereno y bondadoso, irradiaba una paz tan espiritual que, por un momento, me emocioné y creí verle flotar entre los presentes con un nimbo sobre su santa cabeza.

Cuando el acto hubo concluido para el gran público, mi amigo el escritor de tragedias me relató su plan. Comentó que, en el piso de arriba, unos pocos privilegiados podrían gozar de una selecta fiesta en compañía del Gran Maestro ruso. Ignoro de dónde sacó semejante información pero, habiéndonos propuesto lograr una foto, llegamos a colarnos en la zona VIP sin ser descubiertos y, en un despiste de los servicios de seguridad, pudimos acercarnos al mismísimo Karpov y pedirle con humildad sí era tan amable de hacerse una foto con nosotros. “Of course” respondió el astro con una voz sorprendentemente aguda, casi andrógina. La verdad es que no esperaba un timbre de voz tan agudo, casi aniñado, y me imaginé a Kasparov imitándole en privado, mofándose de él. Mi amigo, el escritor de tragedias, sacó la cámara a toda velocidad e hicimos un posado con Karpov en el centro. Era la foto perfecta. La culminación de toda una vida de aficionado. Yo a la izquierda, Karpov en el medio y mi amigo, el escritor de tragedias, a la derecha.

Luego no sé qué ocurrió con exactitud. La mujer que nos estaba echando la foto puso mala cara y dijo que no cabíamos los tres. ¡Qué inútil! El caso es que lo decía por mí. Me estaba llamando gordo. Karpov hizo una mueca extraña, como si no entendiera qué ocurría. Mi amigo, el escritor de tragedias, no lo dudó un instante y me sacó vilmente del encuadre. Cuando quise darme cuenta, mi amigo ya se había hecho la foto sin mí. Traté de impedirlo y conseguir una segunda foto en la que yo sí apareciera pero ya no fue posible. Un grupo de periodistas me apartó de Karpov a toda prisa y, apoderándose del ruso, se lo llevó en volandas a su camerino. Desolado, jamás volví a verle. Había perdido mi última ocasión.

Lo que ocurrió después todavía fue más confuso. Yo no lo recuerdo bien pero dicen que agarré a mi amigo por el cuello y, sin esperar a que su cara se pusiera morada por la falta de oxígeno, lo precipité por una barandilla al piso de abajo. La verdad es que no fue para tanto y, en todo caso, se trató de un incidente aislado. Por eso espero que usted, amabilísimo señor juez, reconsidere su decisión y estime conveniente el concederme la libertad. 

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 26 de mayo de 2013.
Fotografía: Karpov y Kasparov, disputando el título mundial de ajedrez en 1984.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

viernes, 17 de mayo de 2013

Absorto


Don Manuel permanecía absorto ante su tablero de ajedrez. Atrás quedaban sus espectaculares partidas contra Luis y Juan, sus viejos camaradas de club. Desgraciadamente el tiempo había mermado a estos veteranos jugadores hasta tal punto que jamás volverían a jugar. Juan se había quedado sordo y sus problemas de corazón acabaron por apartarle de la competición. Luis tuvo que dejarlo cuando perdió la vista por su enfermedad en la retina. El mal de Manuel era diferente. Contemplaba el tablero pensando qué diablos eran esas piezas.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de mayo de 2013.
Ilustración: Viejo con barba, de Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1630).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

La discusión



La niña yacía echada sobre su cama mientras jugaba consigo misma al ajedrez. Llevaba puesto un camisón y movía nerviosamente las diminutas piezas de un tablero plegable, intentando hallar, en sus casillas, la paz que no encontraba en su hogar.

Más abajo, en el comedor, discutían acaloradamente su madre y el enésimo novio que ésta se había buscado. Seguramente reñían por algún asunto relacionado con la falta de dinero o, peor aún, con las drogas. De hecho, no era la primera vez que la milicia de Moscú había tenido que acudir a su domicilio tras una denuncia de sus vecinos. Mientras tanto, su hermanito, de pocos meses de edad, sollozaba a pleno pulmón desde la cuna.

La mujer no paraba de gritar como una loca, reprochando a su pareja que hubiera vuelto a gastarse los rublos en alcohol barato y regresara borracho, una vez más, a casa. El hombre no se amedrentaba en absoluto y, completamente fuera de sí, vociferaba a su antojo toda clase de improperios. 

En cierto momento, Katia escuchó un ruido sordo, similar a un golpe brusco, y luego oyó una rotura de cristales. Su madre calló de inmediato. El niño seguía llorando. 

Katia trató de abstraerse de todo aquel alboroto y se concentró en la complicada posición que ofrecía el tablero. Cuando quiso darse cuenta, la puerta de su habitación se abrió de par en par, con un portazo, y apareció en el umbral de la entrada aquel hombre que, por capricho o debilidad de su madre, seguía ejerciendo de padrastro. Se había despojado del cinturón y, mientras entraba, lo enarbolaba amenazadoramente. La niña sabía lo que le aguardaba. No era la primera vez.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de mayo de 2013.
Ilustración: Girl arranging her hair, de Mary Cassatt (1886).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 5 de mayo de 2013

Tesoro hundido, tesoro maldito


La tempestad llegó de improvisto y cogió por sorpresa a los confiados tripulantes del navío, un viejo galeón español que venía cargado de oro desde las Américas. Nadie esperaba semejante tromba de agua. Ni los más veteranos.

Los vientos huracanados soplaban sin cesar, furiosos y agresivos. Agitaban implacablemente la espumosa superficie marina mientras zarandeaban el barco con un estruendo aterrador. Entretanto, las rugientes olas se levantaban rítmicamente a una altura mucho mayor que la de la embarcación y anegaban completamente la cubierta con el agua fría del océano.

Pese a los esfuerzos de los marineros por gobernar el rumbo de la nave, ésta flotaba a la deriva, sin control alguno, a merced de los elementos. El capitán, completamente empapado, alzaba su sable en todas direcciones y no paraba de dar órdenes a sus hombres con la esperanza de mantener el barco a flote. Desgraciadamente, uno de los mástiles comenzó a quebrarse por la titánica fuerza del viento y acabó desplomándose pesadamente sobre la cubierta. El viejo velamen yacía hecho jirones sobre las cabezas de los asustados tripulantes, que ya temían lo peor. Hubieran tratado de abandonar aquel inhóspito rincón de mundo pero, dadas las circunstancias, el timón permanecía bloqueado por las corrientes marinas y era imposible alejarse de aquella trampa mortal. Sólo cabía esperar.

Al fin el mar se cobró su tributo y, tras un quejumbroso chasquido del casco, la mole de agua engulló completamente al barco y los tablones de madera fueron desapareciendo bajo las olas. Muchos marineros se vieron arrastrados por la corriente marina hasta el fondo del océano mientras el resto de tripulantes, debatiéndose con las fuerzas de la naturaleza, acabó pereciendo por el frío y el cansancio. En su postrero viaje, los cadáveres así como sus pertrechos fueron posándose calmosamente en el fondo marino.

A varios metros de profundidad, el paisaje acuático era muy distinto a la tempestad que se vivía más arriba. Los nutridos bancos de peces multicolores y los llamativos corales permanecían ajenos al caótico movimiento que se vivía en la superficie.

Bajo las olas alguien observaba atentamente el triste destino de los marineros. Un par de tritones contemplaba la escena desde un recóndito escondrijo y tomaba buena nota de dónde caían los restos más interesantes. Los prudentes tritones mostraban una naturaleza claramente híbrida. De cintura para arriba, guardaban un cierto parecido con los humanos aunque sus orejas acababan en punta y su pecho albergaba branquias en lugar de pulmones. De cintura para abajo, los tritones exhibían una robusta y escamosa cola de pez que les permitía zambullirse y bucear con maestría bajo las aguas del océano. Como protección adicional, ambos tritones enarbolaban un tridente perlado cada uno, a modo de defensa, en sus manos palmípedas.

Cuando estuvieron seguros de que todo estaba en calma, los tritones avanzaron hacia los despojos del naufragio. No se inmutaron por la presencia de cadáveres bajo el agua, pues estaban acostumbrados a la dura vida del mar, ni tampoco se sorprendieron por la ingente cantidad de oro que reposaba sobre la arena del fondo marino. Varios arcones con cientos o incluso miles de monedas doradas de ocho escudos yacían ahora en territorio tritón. El ser acuático más robusto, con una cabellera larga y verdosa de una textura muy semejante a las algas, tomó una de las gruesas monedas y examinó ambas caras. En el anverso había un complejo escudo de armas con varios emblemas que el tritón fue incapaz de descifrar. Unas letras que sí pudo identificar decían CAROLUS II D. G. aunque no comprendía el significado de las mismas. Giró la moneda y en su reverso pudo distinguir una cruz rodeada por unas letras borrosas así como los números 1692. Sin darle mayor importancia, el tritón arrojó la moneda al suelo, junto a las otras, y fue en busca de algo más interesante. En esa zona, con un clima adverso y caprichoso, los hundimientos de barcos eran relativamente frecuentes y la presencia de monedas de oro y plata ya no sorprendía ni interesaba a los habitantes del fondo marino. Allí el dinero no significaba nada, ni tenía valor alguno.

Los tritones fueron investigando los diversos objetos que el galeón hundido ofrecía hasta que repararon en la ostentosa presencia de un voluminoso arcón de madera. El baúl estaba cerrado con un candado de hierro pero el tritón más robusto golpeó diversas veces la cerradura con su tridente y el metal cedió a la tercera embestida. Su compañero, más estilizado y sin pelo alguno sobre su calva cabeza, abrió ansiosamente el arcón y, en su interior, tras una cortina de burbujas, hallaron una misteriosa cajita rectangular de madera, ancha y poco profunda, cuya superficie tallada exhibía una extraña y omnipresente cuadrícula que alternaba espacios claros y oscuros en una suerte de mosaico blanco y negro. Al abrirla, encontraron un variado grupo de figurillas en oro y plata que no supieron identificar aunque unas pocas, cuatro a lo sumo, les recordaron a un caballito de mar, aunque sin la cola en espiral. Satisfechos con el hallazgo, los tritones guardaron la cajita con sus figuritas y se la llevaron a Atlantis, la milenaria capital del reino tritón.

Poco más se sabe de lo que ocurrió en aquella ciudad submarina. Se rumorea que, amparándose en la magia, los tritones terminaron por averiguar el funcionamiento de aquellas misteriosas figurillas e incluso aprendieron el inquietante uso de su caja cuadriculada. Desoyendo el consejo de los más ancianos, los tritones más jóvenes utilizaron frívolamente las figurillas para su diversión y aquel inocente descubrimiento pronto desembocó en una peligrosa y absorbente moda. Los tritones se aficionaron al nuevo juego de mesa y rápidamente perdieron todo interés en los asuntos del mar. En un breve espacio de tiempo los océanos quedaron desatendidos y el reino se empobreció terriblemente. El pueblo pasaba hambre y, poco a poco, los tritones se volvieron cada vez más esquivos y huraños. En lugar de ser amigos y colaborar, competían entre sí y comenzaron a verse los unos a los otros como simples adversarios o incluso enemigos. Los que invertían más horas en aquel oscuro pasatiempo desarrollaron incluso un comportamiento apático y renuente que rozaba la misantropía. No participaban de las actividades de la comunidad y llevaban una vida sospechosamente solitaria. Cuando aparecieron los primeros altercados violentos, las autoridades de Atlantis se vieron obligadas a prohibir el juego y decretaron que la caja y sus figuras fueran devueltas a los malignos humanos que las habían creado.  

Los mismos dos tritones que trajeron la desgracia a su pueblo fueron los encargados de devolver el peligroso juego a sus abyectos hacedores, los humanos. Una fría noche de luna llena, cuando las estrellas iluminaban el negro firmamento, los tritones abandonaron la cajita en una playa cercana a Nápoles y regresaron a su país sumergido.

Desgraciadamente, algún tritón demasiado aferrado al juego incumplió la prohibición y tuvo la funesta idea de elaborar varias copias de la caja y de las piezas que contenía. En poco tiempo y pese a los esfuerzos de las autoridades, el reino de Atlantis volvió a sumirse en una nueva y definitiva espiral de confusión. Los tableros de ajedrez se multiplicaron hasta lo indecible y desde entonces nadie más ha divisado tritones en la superficie del mar.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de mayo de 2013.
Ilustración: Una sirena (1901) de John William Waterhouse.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.