Desde que tengo uso
de razón admiro a las dos K. Anatoly Karpov y Garry Kasparov. Ha habido otras
K, como Keres, Korchnoi o Kramnik pero todo el mundo sabe que estos
ajedrecistas no han brillado con tanta intensidad ni durante tanto tiempo.
Para empezar, cabe
recordar que tanto Keres como el disidente Korchnoi, superviviente de los
horrores de Stalingrado, rozaron la corona mundial en varias ocasiones pero no
llegaron a ostentar jamás el título de Campeón del Mundo. Kramnik sí que llegó
a ocupar el primer puesto pero nunca lo hizo de un modo claro y convincente.
Incluso siendo campeón, siempre hubo otros jugadores que le aventajaron en
cuanto a resultados.
Por el contrario,
tanto Karpov como Kasparov marcaron una época en la historia del ajedrez.
Juntos suman casi treinta años de supremacía ininterrumpida y sus legendarios
duelos permanecerán siempre en la memoria de millones de aficionados. Sólo hay,
por tanto, dos K.
Desafortunadamente,
nada es eterno en este mundo y mucho menos en el Olimpo del ajedrez. La edad indefectiblemente
a todos nos pasa factura. Incluso a las dos K. Tanto Karpov como Kasparov tuvieron
su momento de gloria y se les respeta por ello aunque, ahora, ninguno de ellos practica
ya el ajedrez si no es para tomar parte en algún acto benéfico o de promoción del
noble juego de reyes.
Mi admiración por
ellos nunca ha dejado de crecer desde mi más tierna infancia. Siempre he sido un
simple aficionado, demasiado insignificante como para ser conocido. Además,
vivo muy alejado de los grandes torneos. Los astros del tablero juegan siempre entre
sí, sin mezclarse con los mediocres. No resulta extraño, pues, que nada
supieran de mi existencia y que yo tuviera que conformarme con seguir sus
logros desde las revistas especializadas o Internet. Por fortuna, todo esto
cambió el día en que Kasparov anunció que visitaría Barcelona para promocionar
el último de sus libros. Por lo visto, finalmente le conocería.
Su nueva obra no
era un tratado de ajedrez –área en la que nadie discute su genial maestría-
sino más bien un ambicioso libro de autoayuda en el que Kasparov establecía un
rotundo paralelismo entre la vida y el ajedrez. En la contraportada aparecía
una foto suya con cara de psicólogo de diván. Exhibía una expresión cansina,
como si ya conociera todos los entresijos de la vida y, en un alarde de
generosidad, estuviera dispuesto a compartirlos con el resto de mortales.
Los organizadores
–unos grandes almacenes de la ciudad- habían anunciado a bombo y platillo que
el autor firmaría ejemplares de su libro esa misma tarde así que compré uno de
sus libros y, en compañía de mi amigo el actor, hice cola para lograr un
autógrafo. La espera fue larga pero valió la pena. Allí estaba él. En persona.
Algo más viejo y sin la mirada asesina que, según los periodistas, le
caracterizaba. Su pelo había encanecido y asomaba en su cabeza una creciente
coronilla. Mostraba un rostro afable aunque imperturbable, como de jugador de
póquer. Se sentó y comenzó a firmar autógrafos con una destreza admirable. Se
notaba que estaba acostumbrado a todos esos paripés.
La cola avanzaba
deprisa, pero no lo suficiente. Los que esperábamos al final tuvimos tiempo de
charlar sobre su polémica persona y pude constatar que la gran mayoría de los
asistentes no eran lo que se dice fans suyos, sino más bien simples curiosos.
De haber tenido unos cacahuetes a mano, seguro que más de uno se los habría
arrojado al ruso para ver cómo reaccionaba. Admiro a ese tipo. De verdad. Pero
no sé por qué extraña razón no pude contenerme y grité junto a mi amigo el
actor “¡Viva Karpov!” un par de veces. No sé por qué lo hice. De verdad. Quizá
fue para ayudarle a recuperar su instinto asesino. No lo sé. Los guardaespaldas
de Kasparov miraron hacia nuestra zona en busca de culpables pero, incapaces de
detectarnos entre la multitud, pusieron caras largas y se mantuvieron alerta.
Por fin lo tuvimos
delante y pude entregarle mi libro –o su libro, según se mire-. Una azafata,
muy mona ella, estaba a su lado y me preguntó el nombre. Cuando se lo dije, lo
anotó con buena letra en una hoja y se lo mostró al campeón para que éste no
cometiera ninguna falta de ortografía. ¡Qué profesional! Me lo dedicó y, tras
rubricarlo, me dio la mano con firmeza, como si fuéramos a comenzar una partida
por el Campeonato del Mundo. Sonreí atolondradamente y logré que mi amigo el
actor nos echara una fotografía con mi viejo teléfono móvil. ¡Menuda suerte!
Traté de demorar el momento todo cuanto pude, sin soltar su mano, pero los
guardias de seguridad me tomaron del brazo y me invitaron amablemente a
despejar el mostrador.
Mi amigo el actor también
estuvo de suerte y obtuvo su autógrafo. Debo confesar que Kasparov hizo mejor
letra en el ejemplar de mi amigo pero al menos yo tenía una foto con él. No era
muy buena, lo reconozco, pero ya servía. Se me veía media cara pero se me
identificaba perfectamente justo en el momento en que nos estábamos estrechando
la mano.
Llegué eufórico a
mi casa y fui enseñando la foto a todo el mundo. Pensé en grabarla en mi
ordenador por si ocurría algún percance pero lo demoré unos pocos días y,
cuando quise darme cuenta, mi móvil falleció. Todavía no sé exactamente qué
ocurrió pero creo que fue la batería o el mecanismo de recarga. El caso es que
mi móvil murió y con él las valiosas fotos que había almacenado en su interior.
El suceso me afectó terriblemente y no tardé en sufrir una grave crisis
personal. Apenas pude pegar ojo durante varios días pero, afortunadamente, todavía
conservaba su firma y eso me ayudó a recuperar las ganas de vivir y seguir
adelante.
El tiempo pasó y
por fin llegó otra gran oportunidad. Esta vez era el mítico Karpov quien daría
una exhibición en una conocida sala de fiestas de Barcelona. Cuando tuve
noticia de su visita, no lo dudé un instante y acudí al evento con mis mejores
galas. Se me brindaba una segunda ocasión así que enfundé mi cuerpo serrano en
un traje gris que reservo para bodas y bautizos y anudé a mi cuello una de mis
corbatas favoritas, una de color azul eléctrico que muestra un estrambótico
estampado de piezas flotantes de ajedrez.
Como suele ocurrir
en tales ocasiones, no fui solo. Me acompañaba otro amigo, el escritor de
tragedias. Mi amigo había acudido con traje y corbata, como suele ser habitual
en él. Parecía un sabio despistado o, peor aún, un seminarista de aviesas
intenciones aunque, en general, podría decirse que vestía con corrección. Casualmente,
este amigo llevaba una cámara fotográfica. No es que mi acompañante fuera un
fan de Karpov, precisamente, y soñara con tener una foto suya en su cuarto,
sino más bien era otra cosa. Ocurría que el escritor de tragedias estaba
proyectando algunos negocios relacionados con el mundo del ajedrez y, para
promocionarse él mismo, buscaba el fotografiarse con grandes jugadores para
parecer alguien importante y vender mejor su producto. De hecho, ya había
tramado un astuto plan para fotografiarnos con el ruso así que confié en él y nos
sentamos entre el público, cerca de las primeras filas.
Apareció en el
escenario un señor mayor con esmoquin y, tras un breve discurso, repleto de
florituras retóricas, presentó a Karpov. El público irrumpió en aplausos y
Karpov hizo acto de presencia de un modo francamente teatral. Salió de entre la
bruma, como si fuera un vago espejismo del desierto o una tenue ensoñación
wagneriana. Con el pelo liso y grasiento, llevaba un traje caro pero no muy
elegante. No cabía duda de que los años no habían pasado en balde y mi héroe de
juventud había engordado unos cuantos kilos. Quizá demasiados. Pese a ello,
todavía conservaba ese halo mágico que sólo poseen los campeones. Apareció también
su rival. Alto y con gafitas de informático. Era Miguel Illescas, nuestro
campeón nacional, un gran jugador y todo eso, magnífico empresario, pero nada serio
en comparación con Karpov. Estaba claro quién era el favorito. Se dieron la
mano con aparente caballerosidad y se hizo un silencio sepulcral. Se sucedieron
las primeras jugadas y pronto comenzaron a lidiar en un vibrante duelo a dos
partidas.
La verdad es que no
me decepcionó. El ruso llegó, vio y venció. Su rival, pese a ser mucho más
joven y estar todavía en plenitud de fuerzas, apenas pudo hacer nada frente a
la impecable técnica del gélido Karpov. Mi héroe volvió a ganar, como en sus mejores
tiempos. Cuando el triunfo se produjo, una riada de aficionados celebró
efusivamente la victoria y se abalanzó desordenadamente sobre Karpov. Mi amigo
el escritor de tragedias y yo también nos aproximamos al ruso con sincero fervor
ajedrecístico y, tras dura lucha, logramos hacernos con uno de sus preciados autógrafos.
Karpov se mostraba amable y firmaba con soltura, aunque sin mediar palabra. De
todos modos, tampoco hacía falta. Su carácter, sereno y bondadoso, irradiaba una
paz tan espiritual que, por un momento, me emocioné y creí verle flotar entre los
presentes con un nimbo sobre su santa cabeza.
Cuando el acto hubo
concluido para el gran público, mi amigo el escritor de tragedias me relató su
plan. Comentó que, en el piso de arriba, unos pocos privilegiados podrían gozar
de una selecta fiesta en compañía del Gran Maestro ruso. Ignoro de dónde sacó
semejante información pero, habiéndonos propuesto lograr una foto, llegamos a
colarnos en la zona VIP sin ser descubiertos y, en un despiste de los servicios
de seguridad, pudimos acercarnos al mismísimo Karpov y pedirle con humildad sí
era tan amable de hacerse una foto con nosotros. “Of course” respondió el astro
con una voz sorprendentemente aguda, casi andrógina. La verdad es que no
esperaba un timbre de voz tan agudo, casi aniñado, y me imaginé a Kasparov
imitándole en privado, mofándose de él. Mi amigo, el escritor de tragedias, sacó
la cámara a toda velocidad e hicimos un posado con Karpov en el centro. Era la
foto perfecta. La culminación de toda una vida de aficionado. Yo a la
izquierda, Karpov en el medio y mi amigo, el escritor de tragedias, a la
derecha.
Luego no sé qué
ocurrió con exactitud. La mujer que nos estaba echando la foto puso mala cara y
dijo que no cabíamos los tres. ¡Qué inútil! El caso es que lo decía por mí. Me
estaba llamando gordo. Karpov hizo una mueca extraña, como si no entendiera qué
ocurría. Mi amigo, el escritor de tragedias, no lo dudó un instante y me sacó vilmente
del encuadre. Cuando quise darme cuenta, mi amigo ya se había hecho la foto sin
mí. Traté de impedirlo y conseguir una segunda foto en la que yo sí apareciera
pero ya no fue posible. Un grupo de periodistas me apartó de Karpov a toda
prisa y, apoderándose del ruso, se lo llevó en volandas a su camerino. Desolado,
jamás volví a verle. Había perdido mi última ocasión.
Lo que ocurrió después todavía fue más confuso. Yo
no lo recuerdo bien pero dicen que agarré a mi amigo por el cuello y, sin
esperar a que su cara se pusiera morada por la falta de oxígeno, lo precipité
por una barandilla al piso de abajo. La verdad es que no fue para tanto y, en
todo caso, se trató de un incidente aislado. Por eso espero que usted,
amabilísimo señor juez, reconsidere su decisión y estime conveniente el
concederme la libertad.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 26 de mayo de 2013.
Fotografía: Karpov y Kasparov, disputando el título mundial de ajedrez en 1984.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.