viernes, 31 de agosto de 2012

Separats pel vidre


Ajagut sobre l’empedrat plomís,
pren el sol el gat més vell del carrer.                 
Sap com enganyar el gos perdiguer                       
i pidolar menjar quan és precís.                             
 

Dues gates l’observen amb encís                            
des d’un finestral on passa proper.                        
L’una és grisenca i de pas ben lleuger,                  
l’altra daurada, de pèl llarg i llis.                           
 

Arrufa el nasset i es llepa les dents,                  
alçant la cua, saltant presumit,                            
mes no pot tocar tan belles senyores.                           
 

Pertanyen a mons força diferents,                         
per molt que miolin amb fort neguit,               
separats pel vidre passen les hores.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 31 d'agost de 2012.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Cerca de ti, lejos de ti


Cerca de ti vivo al contemplarte               
lejos de ti no puedo olvidarte,                  
soñando yo en mis brazos amarte,         
ya lo sé: jamás podré importarte.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 30 de agosto de 2012.
Imagen: Pinterest, autor desconegut.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

En el entreacto de la Ópera de París


Bob y el barón volvían a enfrentarse en una partida de ajedrez. La última vez había vencido el barón con gran autoridad por lo que Bob decidió cambiar radicalmente su estrategia y abrió el juego avanzando el peón de torre dama tres casillas. El barón arqueó levemente una ceja, como si no esperara semejante jugada, e hizo saltar la dama por encima de sus peones hasta la casilla e6. Esbozó una amplia sonrisa de satisfacción y anunció “jaque” con voz grave y solemne. Bob frunció el ceño, clavó sus codos en la mesa y, tras unos minutos de tensa espera, volvió a desplazar tres casillas su peón de torre más avanzado y lo depositó al lado de la torre adversaria, en la esquina del tablero. El barón ya esperaba semejante movimiento y, a gran velocidad, capturó el monarca enemigo con la dama. Bob no pestañeó y, agarrando nuevamente su peón de torre, lo situó en una imaginaria novena fila y cantó gol a pleno pulmón mientras se levantaba de su silla y arrojaba la camiseta al público. El barón, visiblemente irritado, tiró al suelo todas las piezas de un manotazo y, cabizbajo, comenzó a cavilar qué demonios había podido fallar.  

Publicado en www.elblogdecatulo.blogspot.com el 2 de noviembre de 2011.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

martes, 28 de agosto de 2012

Cuento lotero



Avanzamos con sigilo por el pasillo de la sexta planta. Desde aquel desencuentro en el Social por el color de los banderines se nos había declarado non gratos y teníamos que acudir escoltados al Sant Martí. Bob sudaba profusamente y apretaba los labios en una extraña mueca de nerviosismo mientras nos acercábamos a la sala de juego.
Procedimos según el plan y Bob sacó su trompeta. Entró en la sala grande, repleta de ajedrecistas disputando sus partidas en un silencio sepulcral, solamente interrumpido por el tictac de los relojes. Algunos de los presentes le reconocieron de inmediato y comenzaron a alzarse de sus asientos previendo lo que iba a ocurrir. Bob respiró hondo, tomó aire y acercando la trompeta a sus labios hizo sonar aquel cuerno dorado de guerra. Se produjo un fuerte altercado y el resto de jugadores, que estaban en la sala más pequeña, salieron a ver qué ocurría. Yo abandoné mi escondrijo, tras un extintor, y aproveché la distracción general para colarme en la sala adyacente, más pequeña, que ahora estaba vacía. Rebusqué afanosamente entre los armarios, sabedor de que no disponía de mucho tiempo mientras daban una paliza a Bob. Por fin hallé los talonarios. Hojeé frenéticamente su interior y pude comprobar con regocijo que se trataba de las participaciones de lotería del Sant Martí. Era el 53799 tal y como había predicho la pitonisa. Guardé los talonarios en mi bolsillo, abrí la ventana y me precipité al vacío con gran euforia. El paracaídas había funcionado.

Publicado en www.elblogdecatulo.blogspot.com el 11 de octubre de 2011.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

El secret més evident


Desconec qui va començar primer
a cercar el sentit de tot plegat:
per uns fou l’Orient il·luminat,
segons molts altres, els hereus d’Homer.

El cas és que tots pensen sobre el ser,
habiten coves, van en carro alat,
somien que cert geni els ha enganyat,
i lloen la voluntat de poder.

Discuteixen tots, ocupant els segles
en ridícules demostracions
que neguen el secret més evident.

El món que trepitgem no té més regles
que les que dicten les emocions
de la Natura cruel i dement.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 28 d'agost de 2012.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

El ladrón de alfiles


En el círculo ajedrecístico no estaban para bromas. Durante los últimos meses se había producido una serie de extrañas desapariciones de piezas, concretamente, de alfiles blancos. El sufrido presidente y su junta estaban convencidos de que algún graciosillo se había estado dedicando a hurtar esas piezas cuando nadie miraba, obligándoles a reponer luego el juego completo.
El asunto no solamente suponía un coste económico para el club sino que además constituía un agravio a la entidad y a todos sus respetables miembros. Por todo ello, tramaron una estratagema para atrapar al villano ladrón que los tenía en jaque.
Contrataron los servicios de un detective privado que con empeño fue equipando el local con una variada colección de cámaras ocultas. Con semejante despliegue de seguridad no tardaron en hallar al culpable. Las imágenes, sorprendentes e inesperadas, mostraban a la entrañable Dorothy, la hija del presidente, agarrando un alfil y ocultándolo suavemente entre nalga y nalga.

Publicado en www.elblogdecatulo.blogspot.com el 23 de octubre de 2011.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.


lunes, 27 de agosto de 2012

Un manuscrito de lo más vulgar



El claro tintineo de la campanilla resonó por toda la librería de Don Rigoberto Villalobos, que despertó malhumorado. De nuevo, se había quedado dormido mientras examinaba un viejo ejemplar dieciochesco. A sus ochenta años, sus siestas vespertinas comenzaban a ser ya un hábito del que no podía deshacerse. La campanilla volvió a emitir su agudo e impertinente tintineo por lo que, incorporándose con dificultad, Don Rigoberto se dirigió apresuradamente hasta la puerta. Era en momentos así cuando a Don Rigoberto le parecía que la vida de librero y bibliófilo tenía momentos muy arduos.

Un vistazo por la mirilla le permitió comprobar que era Sebastián, su mejor y más antiguo proveedor. El hombre, de mediana edad y aspecto anodino, esperaba ante la puerta y, aferrado entre sus manos, llevaba un paquete laboriosamente embalado. Don Rigoberto supuso de inmediato que Sebastián le traía algún ejemplar raro e interesante, como solía hacer, así que descorrió los pasadores y dejó pasar a su socio. Sebastián entró a toda prisa y entregó el paquete a Don Rigoberto. Parecía excitado. El librero desanudó con esmero el embalaje y pronto pudo comprobar que se trataba de un libro antiguo. El volumen, visto desde fuera, no parecía un ejemplar especialmente interesante. Es más, el encuadernado del libro no poseía ninguna belleza extraordinaria; tenía una piel gruesa y resistente, pero con un granulado irregular que se asemejaba a la piel del jabalí. Decepcionado, levantó la vista en dirección a Sebastián y éste, advirtiendo su desinterés, le invitó a que abriera el libro, convencido de que acabaría por interesarle.

Cuando Don Rigoberto comprobó que se trataba de un libro de ajedrez, su cara cambió por completo y lo comenzó a hojear con sumo interés. Los libros antiguos de ajedrez eran una de sus mayores pasiones y su extensa colección abarcaba más de tres mil volúmenes dedicados al noble juego. Al contemplar sus páginas amarillentas pero excelentemente conservadas, Don Rigoberto advirtió la rareza única del ejemplar. Pese a ser del siglo XIX, no estaba impreso sino manuscrito. El trazo nervioso de una pluma era más que evidente en todas sus hojas. Probablemente, la obra de algún histriónico aficionado al ajedrez, ya que aparecían dibujados algunos tableros de ajedrez mostrando diferentes posiciones con sus piezas. No obstante, la mayoría de las páginas mostraban texto y más texto, con un interlineado ligeramente irregular, dando la sensación de ser un diario personal. Don Rigoberto despachó a Sebastián con una generosa suma de dinero y, cerrando de nuevo la puerta de su librería, prosiguió el minucioso análisis del libro.

Mirando con más detenimiento, Don Rigoberto observó que el autor del manuscrito era William Lewis, un conocido y reputado ajedrecista inglés, discípulo de Sarrat. ¿Acaso sería una obra inédita? Don Rigoberto se felicitó por el descubrimiento ya que, como buen bibliófilo del ajedrez, conocía algunos de los trabajos más notables de Lewis, como el Oriental Chess o sus Series of Lessons, donde analizaba, por vez primera, el famoso gambito del capitán Evans, una variante aguda pero apasionante para los jugadores que aman el riesgo. Sin duda, el manuscrito podía representar un importante hallazgo. Las obras de Lewis, en competencia con las de su odiado colega George Walker, fueron muy importantes para la difusión y desarrollo posterior del ajedrez. Un manuscrito como éste, podía aportar nueva luz sobre los polvorientos orígenes del ajedrez romántico. Un regalo para la vista, sin duda.

El librero empezó a releer sus envejecidas páginas, todas en inglés, y pudo comprobar que eran una especie de memorias del jugador británico. En ellas, había numerosas referencias a viajes, experiencias y anécdotas de toda clase. Lewis confesaba sus anhelos y sus miedos, así como numerosas partidas de ajedrez que había disputado o incluso presenciado. Uno de los detalles que más divirtió a Don Rigoberto fue descubrir que el propio Lewis había sido uno de los ajedrecistas que se escondió en el interior del Turco, el famoso autómata y jugador de ajedrez, construido por Wolfgang von Kempelen en 1769. Lewis narraba, con toda clase de detalles, cómo transmitía las jugadas desde el interior del aparato sin que el público advirtiera el ardid.

Ojeando otros pasajes del manuscrito, Don Rigoberto pudo constatar que Lewis renegaba de Philidor, el brillante compositor y ajedrecista francés del siglo XVIII. Admitía su importancia para el desarrollo del ajedrez pero lo consideraba obsoleto y dogmático. Lewis, todo un erudito en ajedrez, redescubría muchos aspectos ignorados de la vieja escuela italiana, posiblemente desconocidos por el propio Philidor, y lo acusaba de llevar hasta el delirio, la pompa y petulancia propias del pueblo galo. Según el juicio de Lewis, los franceses poseían una visión del juego anticuada y absurda que no conducía a nada bueno. En este aspecto, Lewis aprovechaba cualquier ocasión para recordar con orgullo que había batido a Deschapelles, el brillante y vanidoso ajedrecista francés. Le derrotó y pensaba hacer lo mismo con cualquier otro francés que sentaran ante su tablero. Del mismo modo que Napoleón había sido derrotado por los ingleses, unos años antes, Lewis pensaba vencer a los franceses en su particular y cuadriculado campo de batalla.  

De un modo similar, el tono del libro se volvía extremadamente agrio cuando hacía referencia a La Bourdonnais, el nuevo y brillante talento francés. Lewis no podía olvidar la visita de La Bourdonnais, en 1824, a Inglaterra. El francés arrasó como un ciclón, aplastando sin esfuerzo a todos sus rivales y dejando en entredicho la calidad del orgulloso ajedrez británico. El mismo Lewis fue una de sus numerosas víctimas y no dudaba en atribuir los éxitos del francés a su maestría con los carraspeos, los oportunos golpecitos bajo la mesa y un desesperante comportamiento que lo alejaban, con mucho, del refinamiento que cabía esperar de un auténtico caballero inglés. Sin duda, la envidia le corroía por dentro y, desesperado en su mediocridad, buscaba una oportunidad para vengarse. Don Rigoberto encontró todo aquello de enorme valía e interés por lo que decidió convertir ese manuscrito, groseramente encuadernado, en su libro de cabecera. Pensaba leerlo con detenimiento y desentrañar todos sus secretos.

El manuscrito continuaba con la figura de Alexander McDonnell, destacándole como el gran talento que necesitaba el ajedrez británico en su momento de máxima expansión. Discípulo de Lewis, pronto asimiló sus lecciones y llegó a derrotarle, sin mucho esfuerzo, gracias a su brillante capacidad combinativa. McDonnell fue pronto idolatrado por los asiduos al Westminster Club de Londres y Lewis vio en él una oportunidad única para derrotar al presuntuoso y maleducado La Bourdonnais. Entretanto, el francés comenzaba la publicación de una revista que Lewis aborrecía terriblemente, Le Palamède, dedicada a ajedrez, damas, billar y whist. Don Rigoberto, viendo el acalorado tono de los escritos de Lewis, no podía dejar de sonreírse, ya que le recordaba mucho a la prosa corrosiva de los artículos de Staunton. Sin duda, Lewis era un apasionado visceral y casi fanático del ajedrez.

Más adelante, relataba que, cuando todo estuvo preparado, Lewis animó a McDonnell para que desafiara al francés y lo derrotara ante el bullicioso público londinense. En aquellos tiempos, el ajedrez era una actividad cafetera y, durante las tardes, la sala de juego era un hervidero de comentarios, aplausos y humo de cigarros. Los espectadores no dudaban en comentar las partidas en voz alta e, incluso, los más atrevidos osaban estrechar la mano de los contendientes y expresar su opinión sobre el desarrollo de la partida en juego. Bajo estas particulares condiciones, el encuentro se disputó en 1834 y despertó un revuelo impresionante. Los cronistas del evento pregonaban toda clase de anécdotas y noticias que ayudaron a popularizar el ajedrez británico en todo el mundo civilizado.

Pero todo este revuelo se alió, para desgracia de Lewis, con La Bourdonnais. El francés estaba sumamente acostumbrado a jugar con el bullicio del Café Régence de Paris y no se distraía con facilidad por más que exhibía, aparentemente, un completo repertorio de gestos nerviosos y expresiones de lo más soez. Para mayor humillación de los británicos y, en especial, de Lewis, cada tarde, La Bourdonnais se esforzaba en jugar lo más rápido posible porque le interesaba terminar la partida cuanto antes. La razón de todo aquello era que, tras jugar su importante partida con McDonnell, el galo proseguía la velada con una retahila de duelos, hasta bien entrada la noche, contra cualquier incauto que osara apostar corona y media por partida.

Por el contrario, McDonnell aparentaba ser un irlandés flemático y tranquilo pero el ruidoso ambiente del Westminster Club acabó por desquiciarle y afectar su juego. De este modo, el francés le aplastó en su primer duelo, sumando dieciocho victorias, cinco derrotas y cuatro empates. Todo un golpe a la férrea moral de Lewis, que seguía empecinado en derrotar, a través de McDonnell, al heredero de Philidor. Enfrascados en feroces discusiones, McDonnell y Lewis a menudo discutían sobre la estrategia a seguir en los sucesivos lances con el francés, pero no vieron que el problema de fondo era su escasa preparación en el ámbito de las aperturas y la comprensión de la posición. El talento romántico de McDonnell no bastaba para superar a un rival, cuanto menos, tan genial como el del irlandés pero que, además, traía las lecciones de Philidor bien aprendidas. La Boudonnais también era un romántico, pero no atacaba ciegamente, sino que sopesaba antes otros factores de vital importancia, como la creación de un centro sólido antes de lanzar la ofensiva en un flanco. Ofuscado por la derrota, Lewis seguía convencido de que eran los errores de McDonnell los que daban alas al francés y, de un modo creciente, Lewis culpaba a su discípulo de una manera cada vez más agresiva. Empezaba a cuestionarse la conveniencia de haber elegido a un irlandés para defender el honor del todopoderoso Imperio Británico.

No obstante, con mucho esfuerzo, McDonnell se impuso por la mínima en el siguiente enfrentamiento: cinco victorias a cuatro. Lewis y su pupilo lo celebraron a lo grande, olvidando viejas rencillas, y la prensa londinense se hizo eco del éxito. Propagaron a los cuatro vientos que los trucos cafeteros del francés habían sido descubiertos y refutados, pero la realidad fue otra bien distinta y La Bourdonnais, con sus gestos, sus palabrotas y sus excentricidades, volvió a derrotar a McDonnell en los tres siguientes duelos a once partidas. Un gran batacazo, sin duda. El irlandés, sufriendo mucho, logró vencer en su último duelo, con algo de holgura, pero el balance final de sus encuentros dejaba un recuento claramente favorable al francés: cuarenta y cuatro victorias, treinta derrotas y catorce empates. Por mucho que lo maquillaran, La Bourdonnais había vencido a los británicos y, en especial, a Lewis.

La derrota hizo mella en el joven irlandés y la salud de McDonnell se resintió hasta tal punto que acabó muriendo apenas un año después de sus duelos con La Bourdonnais. La opinión general, conocida de sobras por Don Rigoberto, atribuyó su enfermedad al desgaste excesivo que supuso el encuentro, de varios meses de duración, para la frágil salud de McDonnell. Por el contrario, y esto era tan interesante como turbador, el escrito de Lewis se limitaba a apuntar que la rebeldía de McDonnell al fin tuvo su merecido castigo. Lewis guardaba un enigmático silencio sobre lo padecido por McDonnell y este hecho desconcertó e inquietó la atenta lectura que Don Rigoberto hacía del manuscrito. 

Don Rigoberto empezó a notar entonces un sutil cambio en los escritos de Lewis, cada vez más irracionales y oscuros, casi torturados. Enfurecido con La Bourdonnais, Lewis reconocía haber contribuido en secreto a arruinar los negocios del heredero de Philidor, como él solía llamarle en tono despectivo. El objetivo de tales maquinaciones era sencillo: expulsar a La Bourdonnais de Londres y devolver al ajedrez londinense la gloria que el Imperio Británico le exigía. Don Rigoberto se horrorizó al comprobar los excesos a los que había llegado el odio de Lewis hacia su rival ajedrecístico y se preguntaba, escandalizado, si la desdicha de McDonnell no tendría que ver también con el rencor desmedido de Lewis. Comprendió, también, que la desgracia que acompañó a La Bourdonnais se debía, en gran parte, a la conjura que Lewis estaba llevando en secreto contra él.

Para colmo, La Bourdonnais sufrió una apoplejía y luego una hidropesía. El Club de Ajedrez de Paris fue cerrado en extrañas circunstancias y, debido a su precaria salud, La Bourdonnais ya no podía ganarse la vida con el ajedrez. Arruinado, acabó vendiendo sus libros, sus muebles y hasta su ropa. Lewis, viendo una oportunidad de dar el tiro de gracia a su molesto rival, se las ingenió para conseguirle una estresante oferta en el Club Simpson’s de Londres. La Bourdonnais, necesitado de dinero, se vio obligado a jugar por media corona la partida. Hasta la extenuación. Todo ello acabó por agravar definitivamente su maltrecha salud. Cuando Walker, viejo rival de Lewis, quiso poner remedio a la penosa situación de La Bourdonnais, halló al francés y a su diligente esposa sumidos en la más absoluta de las pobrezas, viviendo en una diminuta y cochambrosa buhardilla. Y aunque intentó ayudarles, La Bourdonnais acabó falleciendo en diciembre de 1840, sin que nadie pudiera evitarlo. Todo esto eran datos conocidos por Don Rigoberto, erudito en lo relativo al ajedrez, pero a la luz de estos nuevos descubrimientos, la historia cobraba un dramatismo sin parangón en la historia del ajedrez. Los laureados duelos entre Fischer y Spassky o entre Karpov y Kasparov, palidecían ante la gravedad de los acontecimientos que ese tosco y horrendo libro revelaba. La comunidad ajedrecística tenía que enterarse de todas aquellas intrigas.

Lo que más extrañaba a Don Rigoberto fueron las entrevistas que, a partir de entonces, Lewis realizó a diversos médicos londinenses. Sin duda, alguna mezquindad tramaba ese hombre pero el librero no lograba atisbar la finalidad de todas aquellas gestiones ni el porqué de sus reiteradas visitas al cementerio de Kensal Green. Don Rigoberto consultó otros libros de la época y descubrió, con horror, que ése era el lugar donde habían sido enterrados los protagonistas del mayor duelo ajedrecístico de la primera mitad de siglo: La Bourdonnais y McDonnell. Incluso en su lecho de muerte, ambos jugadores estaban condenados a morar juntos por toda la eternidad. ¿Qué pretendería Lewis con todo aquello? ¿Asegurarse de que realmente estaban muertos? ¿Borrar las pruebas de sus aborrecibles crímenes? El anciano librero seguía leyendo con interés las últimas páginas del manuscrito, deseoso de hallar el significado de todo aquello.

Don Rigoberto halló una última e inesperada revelación. Las últimas páginas del manuscrito mostraban a un Lewis deseoso de dotar a su obra de un acabado perfecto. Hablaba del generoso pago que, tras la muerte de La Bourdonnais, había entregado a un cirujano por su esmerado trabajo. Un escalofrío recorrió las manos del anciano librero. El práctico encargado de la delicada operación había obtenido, después de una delicada disección, dos fragmentos de la epidermis de La Bourdonnais: uno del pecho y otro de la pierna. Su intención era obtener un encuadernado que estuviera a la altura de su querido manuscrito, con un granulado soberbio e inalterable. Asqueado por el tacto que notaba en sus manos, Don Rigoberto comprendió que la piel granulada que antes había considerado incluso vulgar no era de jabalí. Las últimas líneas, casi incomprensibles, destacaban que el ejemplar había quedado precioso, tal como corroboraron las numerosas personas que habitualmente visitaban su biblioteca.

Publicado en www.cesantmarti.com el 7 de junio de 2004.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 26 de agosto de 2012

La tendra bellesa



Gràcils passegen els seus cossos nus                
les nímfules pel bosc de les olors,      
cullen pomes i flors de vius colors      
i dormen en càlids llits de banús.                             
 

Però el dolç raïm es torna parrús                                
i el fred de l’hivern marceix les candors                  
que, de joves, inspiraven amors                                
i també bulliciosos tabús.                                             
 

Enmig de bohèmies corrupteles,                                
l’artista recrea picants veremes,                                
immortalitzant la breu jovenesa.                               
 

Després, el temps quarteja les grans teles,        
les rates rosseguen tots els poemes                     
i els cucs barrinen la tendra bellesa.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 26 d'agost de 2012.
Imatge: Pinterest, autor desconegut.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

Orient Express



La resplandeciente luna presidía ya los cielos de París cuando Karl Drechsler tomó el Orient Express en la populosa Gare de L´Est. Las locomotoras despedían una gran cantidad de humo y, con sus ensordecedores bufidos, creaban una atmósfera recargada, urbana, industrial. Entre vapores, Karl llegó al andén con prisas y sudoroso, aferrado a su pesada maleta. Pasó un pañuelo por su frente, miró de reojo a su alrededor y, habiéndose cerciorado de que nadie le seguía, entró en su compartimento.

Karl pasó el pestillo y cerró las cortinas. Agarró su maleta y la abrió. En su interior, además de ropa, había una pequeña pistola, munición y un sobre lacrado. Con un agudo pitido, el tren se puso en marcha, iniciando su inconfundible traqueteo. Entretanto, Karl se sentó, sacó su bolsa de tabaco y encendió calmosamente su pipa. Echó un par de pipadas y abrió tranquilamente el sobre. El Servicio de Inteligencia Británico le instaba a realizar, nuevamente, una misión de alto riesgo.

El tren partía de París y llegaría a Constantinopla días más tarde, pasando por ciudades como Viena, Budapest, Belgrado, Nis y Sofía. En Viena, subiría un pasajero al que debía eliminar. Su nombre era Friedrich von Albrecht y trabajaba para los servicios secretos alemanes como científico. Al parecer, von Albrecht había efectuado una serie de experimentos, con gases venenosos, que los alemanes estaban financiando de cara al conflicto bélico que se avecinaba. Karl debía eliminarle y frustrar, de este modo, el desarrollo de los experimentos.

El único dato que poseía Karl sobre ese individuo era que siempre viajaba acompañado de su inseparable juego de ajedrez. El científico era un experto ajedrecista y solía seguir, con su tablero, las partidas que publicaba, todos los días, la prensa alemana. Por aquel entonces, Emanuel Lasker maravillaba al mundo entero con sus brillantes partidas y von Albrecht, como tantos otros aficionados, no era ajeno a sus proezas.

Karl fue al baño y, ante el espejo, contempló su amplio rostro, cubierto por una barba poblada y amarillenta que le confería la dignidad propia de un burgués centroeuropeo. Sonrió para sus adentros, satisfecho con su nueva imagen, y empezó a tramar una estratagema para eliminar a von Albrecht. Si el Servicio Secreto Británico confiaba tanto en Karl, era por su dilatada experiencia como espía. Hijo de padres alemanes, Karl estudió en las mejores escuelas de Londres y pronto se alistó en la escuela de oficiales. Sus conocimientos de alemán interesaron rápidamente a sus superiores y, de la noche a la mañana, se convirtió en espía británico. Cinco misiones exitosas avalaban a Karl, que contaba con que ésta fuera la sexta. El espía salió del baño y se tumbó en su camastro para meditar su próxima jugada. Tenía que ganarse la confianza de von Albrecht para asestarle, en el momento oportuno, el golpe definitivo.

Horas más tarde, cuando el tren se detuvo en la estación de Viena, Karl se asomó por la ventanilla y escrutó a los nuevos viajeros que se apiñaban ante los escalones de entrada. Entre ellos, divisó a una pareja que llamó inmediatamente su atención. Un individuo rechoncho y calvo, con un tablero de ajedrez bajo el brazo, iba acompañado por una mujer ya madurita pero de buen ver. Ése era von Albrecht, sin duda. El científico iba vestido con un abrigo largo de color oscuro que contrastaba con la blancura de su calva. Parecía un hombre corriente, incluso vulgar. Nadie hubiera dicho que se trataba de un genio. Pero lo que más sorprendía a Karl era la presencia de aquella misteriosa mujer. Nadie le había mencionado que llegarían dos paquetes en lugar de uno. La mujer, de cabellos negros, rondaba ya los cuarenta pero todavía poseía muchos encantos y, por su elegancia, no acababa de encajar con el burdo perfil de von Albrecht. ¿Quién sería aquella mujer?

Karl esperó, como ave de rapiña, a que ambos subieran al tren y, discretamente, siguió sus movimientos hasta descubrir su alojamiento exacto. Von Albrecht, creyendo no ser visto, dio una palmadita en el trasero a su bella acompañante y ambos entraron alegremente en su compartimento. La mujer había resultado ser una simple amiguita y, en vista de que el científico estaría algo ocupado, Karl optó por esperar a la hora de la cena.

Siguiendo el horario previsto, Karl fue al coche restaurante y halló, tal como había planeado, a von Albrecht y a su misteriosa acompañante. Fingiendo un encuentro casual, Karl se presentó como Vincent Baudelaire, marchante parisino de obras de arte, y pidió el periódico a von Albrecht para consultar la columna de ajedrez. El científico mordió el anzuelo al instante y ambos empezaron una apasionada charla sobre el juego de las sesenta y cuatro casillas, que parecía aburrir a la mujer, llamada Margaretha. El científico, con vehemencia teutona, afirmaba que el talento de Lasker era inigualable y Karl, para llevar la contraria, se divertía afirmando que prefería el juego romántico y arriesgado de Traxler. Margaretha, frunciendo el ceño, empezó a bostezar, aturdida por la retahíla de nombres bizarros que se mencionaban allí, y se marchó a dormir. Karl, examinando el vaivén de su trasero al alejarse, sonrió levemente mientras recordaba una solemne frase de Schopenhauer: “las mujeres son seres de cabellos largos e ideas cortas”. 

Karl quiso aprovechar la ocasión que se le brindaba y sugirió cerrar la disputa ajedrecística con una partida entre ambos. Von Albrecht aceptó, excitado por la idea, y fue a buscar su juego de ajedrez. Entretanto, Karl fue a su compartimento para prepararlo como improvisado local de juego, como escenario del crimen. Con pasmosa tranquilidad, sacó la pistola de su maleta e introdujo la munición, bala a bala. El espía sabía que se acercaba el momento de la verdad y ensayó varias veces cómo rematar al científico. Satisfecho al fin, Karl guardó la pistola en su bolsillo y esperó a von Albrecht.

Tras una tensa espera, llamaron a la puerta y Karl abrió rápidamente, dispuesto a acabar la misión. Pero, para su sorpresa, quien estaba ante él era la hermosa Margaretha. La mujer, ataviada con una ropa muy sugerente de finos encajes, selló los labios de Karl con un beso y entró de puntillas en el compartimento. Karl quedó momentáneamente noqueado por la efusividad de la mujer pero pronto recuperó el control de sí mismo y preguntó a Margaretha dónde estaba von Albrecht. Margaretha le contó que el científico alemán padecía abundantes jaquecas y que, con el acaloramiento anterior, se había indispuesto. Karl se irritó con el imprevisto ya que era muy meticuloso en sus planes y no soportaba improvisar, pero llegó a la conclusión de que, de todos modos, tenía que deshacerse de la mujer si no quería luego ser relacionado con la muerte del científico. Tenía que eliminar toda evidencia que le incriminara, incluida Margaretha. Así pues, por una vez, Karl improvisó.

La mujer dijo, guiñándole un ojo, que aún tenían algo de tiempo antes de que von Albrecht notara su ausencia. Karl captó de inmediato la indirecta y decidió divertirse un rato con Margaretha, la amiguita del profesor, antes de proseguir con la misión. El espía la estrechó fuertemente entre sus brazos y, seductor, la tumbó en su litera. Margaretha, desvistiéndose con fingido pudor, mostró a Karl toda su feminidad. El hombre, completamente excitado, saltó ferozmente sobre ella, tumbando por el suelo varias de sus pertenencias. Karl hizo caso omiso del estropicio y continuó besando a la mujer. “Dios salve a la reina”, pensó Karl para sus adentros mientras hundía su rostro barbudo en los generosos pechos de Margaretha, que reía como una loca.

Dispuesto a rematar la faena, Karl se puso nuevamente en pie y empezó a bajarse los pantalones. Margaretha, contemplando la escena, le esperaba con una sonrisa en los labios. En ese preciso instante, el tren atravesó un túnel y todo quedó a oscuras. Karl recobró entonces la cordura y pensó que tenía que aprovechar ese momento y acabar con Margaretha, la fulana. Buscó frenéticamente en sus bolsillos y halló la pistola. Anteponiendo un cojín para amortiguar el ruido, Karl apuntó y disparó tres veces sobre la litera. La mujer no tuvo tiempo ni de gritar. Palpando, Karl quiso comprobar que Margaretha yacía muerta pero no la encontró en la litera. Contrariado, se dio media vuelta y, de pronto, notó varias puñaladas en su vientre y en su pecho. Herido de muerte, Karl dejó caer la pistola en el suelo y se desmoronó, manchando una alfombra carísima con su sangre.

Friedrich von Albrecht estaba muy preocupado en su compartimento. Margaretha, la agente H-21, más conocida como Mata Hari, le había prohibido acudir a su anhelada partida de ajedrez y había ido ella misma en su lugar. Conociéndola bien, Friedrich sospechaba que la mujer le había soltado una excusa para seducir a aquel simpático caballero del restaurante. Era muy eficiente pero algo promiscua, la verdad. Podía dar fe de ello. En cuanto veía unos pantalones, Margaretha perdía el mundo de vista y ponía en marcha sus dotes de seducción. Era una obsesión casi enfermiza, que tarde o temprano le acarrearía problemas.


Al rato, Margaretha regresó al compartimento de Friedrich. El científico, rascándose el cogote, le preguntó por lo sucedido y Margaretha le contestó que no se preocupara, le dio un besito en la calva y lo acostó en la litera.

Publicado en www.cesantmart.com el 20 de diciembre de 2004.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

sábado, 25 de agosto de 2012

De Cronos a Rea


Rea! Tremola de por,
car arriba la foscor
del meu tirànic regnat
per la sang enrojolat!

Assegut en el meu tron,
als meus peus hi tinc el món,
reflectint en mon escut
el qui viu en solitud.

Esquinçant l’obscuritat,
mostra el llamp la veritat:
sense tu al meu costat,
esdevinc jo nul·litat.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 26 d'agost de 2012.
Il·lustració: detall de Saturn devorant els seus fills, de Francisco de Goya (1819-1823).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

Fuego de artillería



La lluvia caía esa noche con gran estrépito. El cielo, sacudido por los relámpagos, se iluminaba por momentos bajo el implacable retumbar de los truenos. ¿O eran cañones? El joven Hans no lo tenía claro. Nunca había aprendido a distinguir, totalmente, el sonido de los truenos del de una Bertha, un mortero pesado de 420 milímetros capaz de arrojar granadas de más de un metro de largo y 800 kilos de peso. El orgullo de la nación alemana. Hans dirigió una mirada asqueada a su alrededor y contempló un espectáculo lamentable. La trinchera que habían cavado meses atrás se estaba convirtiendo, nuevamente, en un barrizal fangoso. Mañana tocaría repararla. Los soldados se apiñaban, llenos de barro, bajo unos castigados toldos mientras unos pocos, los más afortunados, descansaban en el interior de los refugios. En la guerra de trincheras no había lugar para el honor y menos para un simple soldado de infantería.

Pero lo que más molestaba a Hans era que probablemente tendría que interrumpir su partida de ajedrez con Otto, un bávaro de espeso bigote con el que solía apostarse cigarrillos cada noche. A diferencia de Hans, que había trabajado de escribiente en la Schillerstrasse de Berlín, Otto era un campesino hosco y malhumorado que antes de la Gran Guerra trabajaba en una caballeriza. Pese a sus brusquedades de hombre rural, Otto era un rival digno de elogio, salvo cuando se ponía a canturrear en mitad de las partidas; una costumbre que solía emplear cuando iba perdiendo. Pero no había muchos soldados que jugasen mejor que Otto, así que Hans se daba por satisfecho con su rival. Así, cuando la noche extendía sobre ellos su manto de estrellas, estos dos hombres tan dispares empezaban su guerra particular.

Llovía mucho. Hans examinó de nuevo la posición que el tablero le brindaba ante sí. Tenía un peón de más pero si quería conservarlo, debería aguantar un autentico chaparrón, dentro y fuera del tablero. Intentando aislarse de los canturreos de Otto, Hans empezó a concentrarse más y más en la defensa precisa que exigía su delicada situación. No era la primera vez que Hans había sucumbido a los virtuosos ataques de Otto y no quería repetir esa amarga experiencia. Nervioso, Hans buscó en el interior de sus bolsillos y extrajo un cigarrillo arrugado. Echó mano de su mechero pero Otto le tomó del brazo y le recordó que no podían fumar en la trinchera. Los francotiradores franceses, agazapados en sus madrigueras, esperaban cualquier oportunidad para abatir a un soldado despistado y la luz que despedía un cigarrillo era un blanco perfecto en mitad de la noche. Hans refunfuñó malhumorado pero acató el consejo de Otto, pocos años mayor que él y muy experimentado en cuestiones de trinchera.

Hans odiaba el gambito de rey. Otto no sabía jugar otra cosa y siempre se lo planteaba así que Hans ya se había acostumbrado a ir comiendo piezas mientras capeaba el temporal como podía. Tras unos minutos de reflexión, el joven Hans movió su caballo y escrutó el semblante de su eterno rival. Otto no parecía sorprendido y se limitaba a canturrear mientras arrugaba su frente.

Muy lejos quedaba su vida en Berlín. Hans añoraba el sabor de una buena cerveza negra y los paseos con Frida, su prometida, una hermosa muchacha rubia de ojos azules. En condiciones normales ya se habrían casado pero con la llegada de la guerra decidieron posponer sus planes hasta que finalizara el conflicto. De esto hacía ya tres largos años. Al principio, las cartas eran animosas y frecuentes pero a medida que avanzaba la contienda, las cartas se tornaron más frías y distantes. Hans, desconfiado por naturaleza, pensaba lo peor e imaginaba a su Frida en los brazos de otro mientras él se pudría en esa trinchera.

Hans se irritaba mucho cuando pensaba en ese tema y, para tranquilizarse, fijó su atención en Otto, que todavía seguía canturreando. Para Hans, el bávaro era todo un enigma. Pese a que habían compartido innumerables partidas de ajedrez, seguía sin conocerle bien. Otto no hablaba casi nunca de su vida en el campo. Y cuando se marchó de permiso durante unos días, el año anterior, tampoco comentó gran cosa. Se limitó a traer consigo algunos cigarros y a decir que todo había ido bien.

Otto sacrificó entonces un alfil ante la sorpresa de Hans. No se lo podía creer. ¿Cómo se le había pasado por alto semejante amenaza? Hans se sumió en una larga y desesperada reflexión. Otto había dejado de cantar. Si se comía el alfil, recibiría mate en tres jugadas y si no se lo comía, Otto tomaría ventaja decisiva. Hans se devanaba los sesos en busca de una escapatoria que no llegaba. Los cigarros que iba a perder eran lo de menos; se trataba de una cuestión de orgullo personal. Aquel paleto de pueblo no podía derrotarle.

Como Hans demoraba su respuesta, Otto buscó en su uniforme y extrajo una raída cartera de cuero. Sacó de ella unos papeles y se entretuvo mirándolos con cara de bobalicón. Hans no se lo podía creer. Ese cretino se estaba mofando de él y, dando por ganada la partida, ya se dedicaba a otras cosas. En esos momentos, un obús cayó cerca de ellos causando un gran revuelo entre la tropa. Los franceses habían iniciado otra ofensiva. Con el susto, Otto dejó caer sus papeles a los pies de Hans. Éste los recogíó y cuál fue su sorpresa al comprobar que, entre ellos, había una foto de su querida Frida.

Hans quedó conmocionado. No sabía qué pensar. ¿Se la habría robado Otto? El bávaro extendió su mano para recuperar la foto y Hans estalló encolerizado pidiendo explicaciones. Otto le respondió que Frida era su novia y que no entendía a qué venía toda esta historia. Hans quedó desconcertado y, derrumbándose, se sentó en el barro. Otto le explicó que había conocido a aquella muchacha durante su permiso del pasado año. El padre de Otto había sido ingresado en el hospital de Berlín y Otto fue a visitarle. Durante su estancia en la ciudad, conoció a Frida y, tras un breve romance, empezaron a salir juntos. Cuando tuvo que volver al frente, Frida le entregó aquella fotografía y prometió escribirle. Hacía ya varios meses que se carteaban.

El teniente Schroeder salió del refugio y, bajo una lluvia torrencial, ordenó a los soldados que se dispusieran para la defensa. Los franceses bombardeaban a discreción y se temía un asalto de infantería. Rápidamente todos empezaron a preparar sus bayonetas y a revisar la munición. Bien, todos salvo dos. Hans se levantó y mostró a Otto la fotografía que él también tenía de Frida. Eran idénticas. Otto no acababa de entender y Hans le confirmó que ambos estaban prometidos con la misma mujer.

Los franceses iniciaron su ataque y en poco tiempo empezaron a oírse sus voces, cada vez más cerca. El teniente Schroeder ordenó fuego a discreción. Hans y Otto cogieron sus fusiles y se parapetaron en la trinchera. Los disparos se sucedían y había numerosas bajas en los franceses, que apenas lograban avanzar. Hans todavía rabiaba por dentro y, en un ataque de furia, clavó su bayoneta repetidas veces sobre un sorprendido Otto. El bávaro, herido de muerte, cayó de rodillas en el barro pero aún tuvo tiempo de disparar sobre Hans, acertándole de lleno en la cara. Hans cayó muerto. Otto, dejando un rastro de sangre, se arrastró por el barro hasta llegar a Hans y le arrebató la foto de Frida. Sería solo suya. El bávaro contempló felizmente la imagen de la rubia y, finalmente, perdió el conocimiento para siempre.


La ofensiva francesa resultó ser otro sonado fracaso y, tras la matanza, fueron nuevamente rechazados. El teniente Schroeder revisó el estado de sus hombres tras el combate. Tenía que hacer un recuento de bajas para el informe de rutina. Era una tarea desagradable pero sabía que era su obligación. Así que, cuando vio los cadáveres de dos soldados alemanes, se acercó para identificarlos. Tomó sus nombres y cuando estaba a punto de irse vio algo que le extrañó. Había una fotografía de Frida, su esposa, en el suelo.


Publicado en www.cesantmarti.com el 1 de agosto de 2003.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

viernes, 24 de agosto de 2012

Temps de foscor


Aquell somni creador,
origen de tot el que és
en grau major o menor,
s’acosta cada cop més
al proper temps de foscor
on el xai roman estès
en sanguinolent horror.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 25 d'agost de 2012.
Il·lustració: versió de Agnus dei, de Francisco de Zurbarán (1635-1640).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

Prec desesperat


Del fangar de la mediocritat                                      
m’aixeco, minúscul, per protestar,                         
a tu, que tries a dit qui elevar                                   
als rosats cels de la posteritat.                 
 

No vull el trist paper que m’ha tocat,    
em nego a seguir esclau de l’atzar                  
que permet als escollits triomfar                    
i ven els altres a l’anonimat.                             
 

Deixa que per fi trenqui amb un cop sec        
les cadenes d’acer que ningú torça                  
i amb llibertat un nou destí comenci.             
 

Ningú sent el meu desesperat prec,             
només s’escolta un eco que perd força       
fins a morir en els llimbs del silenci.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 24 d'agost de 2012.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

jueves, 23 de agosto de 2012

La mascota



Lo encontré escondido tras unos arbustos y, cuando vi sus ojillos negros, no pude resistirme a su encanto y opté por quedármelo pese a que se trataba de una especie en peligro de extinción. Lo llevé a mi casa y lo alimenté con las sobras del almuerzo. No estaba seguro de que fueran a gustarle, pero por cómo engullía cada bocado en el plato supe que había acertado con sus gustos. El pobre parecía haberlo pasado mal, estaba algo desnutrido y tenía mucha hambre.
Al día siguiente le enseñé el resto de la vivienda y me pareció que le gustaba estar allí. Poco a poco, fue aprendiendo algunas pautas de conducta y le enseñé cómo comportarse en mi casa. Pasado un tiempo, lo castré y, aunque durante un tiempo parecía guardarme un cierto rencor, luego se volvió más manso y cariñoso. Desde entonces, soy uno de los pocos vecinos que tiene un humano en su casa.
La gran mayoría fueron desintegrados durante la invasión del planeta.

Publicado en www.brevesnotanbreves.blogspot.com el 15 de agosto de 2012.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

martes, 21 de agosto de 2012

La estación orbital Zima



La estación orbital Zima era motivo de satisfacción para los científicos rusos y chinos. Unidos en un esfuerzo común, habían construido esta astronave y la habían puesto en órbita alrededor de la Tierra para tareas de índole científica. Su misión era analizar las emisiones de rayos gamma procedentes de las galaxias más cercanas y, de paso, apuntar con un par de misiles a Washington D.C., bastión del capitalismo.

La tripulación estaba integrada por tres cosmonautas: el comandante ruso Igor Tregubov, piloto de la astronave, el capitán chino Shen Xiangfu, oficial científico, y el teniente ruso Vladimir Popov, experto en comunicaciones y sistemas.

Tres meses llevaban flotando ya en el espacio. El teniente Popov recordaba a menudo los largos años de entrenamiento aeroespacial, el excitante y trémulo despegue del cohete ante millones de atónitos telespectadores, la desconcertante gravedad cero y, sobre todo, la sensacional vista que ofrecía, desde arriba, el globo terráqueo con sus inmensos océanos azules.

En cualquier caso, la vida a bordo de la astronave resultaba bastante monótona y consistía en una mezcla de aburridos protocolos informáticos y dietas a base de pastillas de colores con sabor a legumbre y pollo. Cuando uno ha orbitado ya cientos de veces sobre la Tierra y vuelve a contemplar por el ventanuco esa enorme bola azul sobre fondo negro, llega un momento en que el paisaje resulta cansino y molesto. Globo azulado sobre fondo negro. Globo azulado sobre fondo negro. Globo azulado sobre fondo negro.  Si no fuera por su afición al ajedrez, Popov habría tenido serios problemas para resistir mucho tiempo semejante aislamiento. Las conversaciones con sus compañeros pronto le resultaron aburridas y repetitivas, por no decir patéticamente melancólicas, así que Popov disfrutaba abandonándose a los trebejos del ajedrez.

En una primera fase, Popov convenció a sus colegas para ir jugando partidas cada cierto tiempo pero, tras dos o tres apabullantes victorias, tanto el chino como su compatriota Igor optaron por desestimar cualquier invitación al juego. Ambos preferían jugar a cartas, donde el elemento azaroso da siempre una oportunidad al jugador más torpe. Popov se vio obligado, entonces, a jugar partidas con BONIAK 9000, la computadora central de la nave.

BONIAK 9000 era un complejo sistema informático que regulaba todas las tareas diarias y velaba por la integridad de los soportes vitales. Desgraciadamente, el módulo de análisis que la computadora utilizaba para el ajedrez era muy sencillo y Popov, pese a ser un aficionado medio, lograba vencer al ordenador la mayoría de las veces. Para darle más emoción, el ruso optó por modificar la programación de BONIAK, añadiendo algunas mejoras sistema y dándole la capacidad de aprender de sus propios errores. De este modo, la computadora no caía dos veces en la misma trampa y poco a poco iba mejorando su juego y ofreciendo más resistencia al tenaz juego de Popov. Sus compañeros, viéndole teclear con frenesí ante el ordenador, ignoraban cuánto empeño y energía estaba empleando Vladimir en la programación del nuevo BONIAK 9000.

Sus partidas con la computadora resultaban cada vez más complejas y disputadas. Popov vencía solamente tras dura lucha y, a menudo, algún error tonto le arruinaba toda la estrategia y le obligaba a inclinar su rey ante la eficiente refutación de la computadora. BONIAK 9000 estaba elevando el juego a una categoría superior, ya que últimamente tenía acceso a Internet y disponía de nuevos y mejores recursos. El ordenador escrutaba ficheros de todo el mundo para consultar las bibliotecas virtuales que contienen millones de partidas de ajedrez y bancos de datos con recomendaciones en las aperturas y los finales básicos.

Pese a todo, Vladimir pensó que quizá debía destinar más energía al módulo de análisis de BONIAK para ampliar su horizonte de cálculo. Sabido es que, cuando una máquina juega al ajedrez, se limita a calcular miles, quizá millones de posiciones y variantes, cada vez que debe mover una pieza. A más velocidad y energía, más jugadas evaluadas y, por tanto, mayor eficacia en el juego. Un humano como Vladimir también calcula sus movimientos en el tablero, pero utiliza una mezcla de raciocinio e intuición, así como la experiencia acumulada y su conocimiento de ciertas posiciones básicas. El ser humano rápidamente descarta lo irrelevante por considerarlo erróneo y absurdo, mientras que una computadora no puede dejar de sumergirse en todas y cada una de las posibilidades, sin eludir ninguna. Por eso también, al jugador humano se le escapan detalles y a la máquina no.

Vladimir introdujo otra mejora. Para darle más potencia al juego de BONIAK 9000, el ruso optó por crear una complicada subrutina mediante la cual el ordenador autogestionaba su potencia de cálculo. El objetivo era, llegado el caso, que la máquina pudiera calcular más jugadas en posiciones especialmente complicadas. Orgulloso de su trabajo, Vladimir se echó en su camastro para disfrutar del merecido descanso.


El teniente Popov despertó súbitamente de su sueño, víctima de un mal presentimiento. Estaba mareado. Al momento, las alarmas de emergencia se activaron y una inquietante luz roja se apoderó de la estación orbital. Vladimir no podía pensar con claridad, todo le daba vueltas. Intentó avisar a sus compañeros pero, todavía durmientes, no respondían a sus gritos. Con dificultad llegó a los indicadores y comprobó con preocupación que se estaba produciendo una pérdida masiva de oxígeno. Vladimir se acercó al teclado, borroso ya, e intentó averiguar qué ocurría cuando comprendió con horror que BONIAK 9000 había bloqueado todos los sistemas, incluidos los soportes vitales, para calcular su partida con más profundidad. 

Publicado en www.cesantmarti.com el 28 de marzo de 2006.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

Remordimientos


¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Quién en su sano juicio habría cometido un error tan gordo en una partida tan decisiva? Pedro no paraba de darle vueltas al asunto, martirizándose por aquello. Seguro que en su club no volvían a convocarle más.

Todo comenzó a torcerse ya en la apertura, totalmente desconocida, que su adversario le planteó con las piezas blancas. ¡Dichoso peón de alfil rey! Eso debe de ser malo. Seguro que sí. Pedro meditó largamente antes de estrenar su juego, unos quince minutos más o menos, tras lo cual fue improvisando sus jugadas con una creciente inquietud mientras dirigía tímidas y fugaces miradas a su impertérrito rival, un paliducho de aspecto insano y con gafitas de empollón. Su bolígrafo verde con el logotipo de Star Trek confirmaba que se hallaba frente a un freak, posiblemente jugador de rol, de esos que acude a los estrenos de cine disfrazado de marciano orejudo en pijama espacial.

En respuesta a los movimientos de Pedro, su joven contrincante comenzó a esbozar, de vez en cuando, una petulante y molesta sonrisa. Respondía con jugadas veloces y desagradablemente certeras. Se diría que el gafitas conocía esa posición perfectamente y la estaba jugando de memoria. ¡Qué asco!

Pedro comenzó a quedar inferior. Su ofensiva en el flanco de dama se había mostrado tan lenta como ineficaz mientras que su rival, tras acumular varias piezas en el otro lado, amenazaba con lanzar un fuerte ataque sobre el enroque corto de Pedro. El resto de jugadores, que suele oler este tipo de situaciones, ya empezaba a arremolinarse en torno a su tablero.

Mucho esfuerzo, y sobre todo tiempo, le costo a Pedro hallar la defensa correcta. Una sutil jugada de torre. Después de todo, parecía que podría arañar unas tablas a su oponente e irse a casa con un trabajado empate. Sus compañeros de club podían estar orgullosos de su tenaz defensa. Pero el gafitas, ese horripilante gafitas, alzó su dama y la entregó, en forma de sacrificio, ante la incredulidad de Pedro y una exclamación general. Su respuesta era única así que Pedro no se lo pensó mucho y capturó la dama. Apenas le quedaban unos instantes para pasar el control de tiempo. En respuesta, su contrincante dio un par de jaques de caballo hasta crear lo que parecía una sutil red de mate en tres. El tiempo transcurría inexorablemente y amenazaba con agotarse. Por más que Pedro discurría, no hallaba solución alguna. Podía devolver la dama entregada pero entraría en un final perdido con dos peones de menos. ¿Y si escudaba su rey con la torre? No. Ésa no servía pues recibiría un mate diferente. ¿Quizá lanzar su rey al centro del tablero y exponerse a millones de jaques? Poco tiempo y muchas jugadas por calcular. Mucha gente mirando. El boli verde, ese condenado boli verde... Demasiados pipas, demasiada tensión… Pedro no pudo aguantarlo más y cogiendo el bolígrafo lo incrustó en el ojo de su rival. El grueso cristal de sus gafas, tras partirse en dos, no pudo impedir que el bolígrafo verde prosiguiera su marcha triunfal.



Publicado en www.cesantmarti.com el 21 de mayo de 2005.

Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.